Imagino que Sócrates cuestionaría el argumento de este artículo como despedazó en El Banquete el discurso del pobre Agatón, empeñado como estaba este en demostrar que la poesía, como el eros, es divina. Ahora bien, resistir el vendaval del pensamiento platónico, en lo que tiene y no de socrático, es uno de los reconocimientos trágicos que se le debe tributar. De la lectura seria de Platón, por su contenido tanto como por su forma, nadie puede salir jamás indemne.
Meditaba sobre estas cuestiones al ir comentando con mis alumnos a principios de curso la famosa condena de la poesía en La República. Nunca me han convencido del todo los razonamientos morales y epistemológicos que Sócrates prodiga en contra de la imitación. Suelo advertir en ellos una furia contenida, casi sarcástica, que enmudece más que de costumbre a sus interlocutores, incapaces apenas de balbucear los habituales «así es», «ciertamente» o «tal como dices, sin duda».
En la disputa sobre la poesía no sería demasiado arriesgado afirmar que está contenida la cuestión central de la filosofía política de Platón. A mis alumnos siempre les recomiendo que no olviden que La República está enmarcada al comienzo y al final por el lugar que aquella debe ocupar en la ciudad. Más aún, como en Fedro, su disputa sobre el saber poético acaba estrechamente vinculada con la reflexión sobre la inmortalidad del alma.
Una sociedad sin poesía sería el ideal de una tiranía que la confundiese con la propaganda o las emociones
Un político que desconociese la poesía y ensalzase solamente la gestión no alcanzaría, para Sócrates, ni la condición de sofista. Una sociedad sin poesía sería el ideal de una tiranía que la confundiese con la propaganda o las emociones.
¿Pero acaso no había Sócrates desterrado de la ciudad a los poetas? ¿No se retira Platón de la polis porque en ella ya no sería legítimo, después de la muerte de Sócrates, volver a practicar la poesía? A los ojos socráticos, el currículo de los guardianes debe contar con que la verdad de la ciudad requiere sus propios mitos que le enseñen lo mejor de sí: la excelencia que puede imaginar. Por ello, la división entre el modo narrativo y el mimético sólo puede entenderse en el horizonte de su reflexión sobre la virtud. No se trata de convertir el Deseo en Ley, sino de conseguir que la Ley gobierne el Deseo que nos hace hablar. La figura de Sócrates, daimónica, sigue así poseyendo su aura tan seductora y atrayente como perversa. Y él -¿quién es él sino el otro de Platón?- siempre lo supo.
Al final de sus peroratas contra la poesía Sócrates suele manifestar una honda melancolía por su pérdida: «Pues ganaríamos, en efecto, con que apareciese que no es sólo agradable sino provechosa» (607e). Entre líneas, se advierte con intensidad en La República el sentimiento de un amor desengañado, pues la configuración moral del ciudadano debe alcanzarse, pese a todo, mediante un proceso de formación estética que no se contente con imitar unos modelos, sino que investigue los principios que sostienen la vida virtuosa.
Sócrates previó que el filósofo no podría deshacerse de las raíces poéticas de su acceso a la realidad
Sócrates exige del arte la ejemplaridad con que su naturaleza debería dinamizar la existencia ciudadana. Comprueba que no está a la altura de un eros que ya sólo puede ser filosófico. Para Platón su muerte, de la que tan astutamente se escabulle en el Fedón, habría puesto en cuestión el fundamento politeico de los mitos que organizan la ciudad. Solo manteniéndola bajo el control férreo de la Ley y mediante el castigo más terrible a sus cantores, el ostracismo, la poesía podría purgar la culpa de la condena y la ejecución del maestro.
Al final de su lectura del Banquete Allan Bloom insiste en que el filósofo, a diferencia del poeta, es, como el amor, hijo de Pobreza y de Recurso. Siempre tenderá hacia las ideas, pero termina regresando, como en el mito de la caverna, a los hombres. Cuestiona la Ley, porque está sujeto a ella. Entre la comedia y la tragedia, «Sócrates dice que la filosofía es ese punto medio y que una mezcla de risas y lágrimas es el camino para definir al hombre». No sin un punto de vencida diversión, Sócrates previó que el filósofo no podría deshacerse de las raíces poéticas de su acceso a la realidad.