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Transparencia en la España de Sánchez, un placebo democrático

Con Sánchez en el poder, el número de denuncias por faltar a las obligaciones legales en esa materia se ha duplicado

A finales de 2013 y gobernada por el PP de la mayoría absoluta de Mariano Rajoy, España celebró la aprobación de la Ley de Transparencia, por entonces todo un hito formal que la prensa vitoreó como un paso decisivo en la modernización democrática del país. Más de una década después, este presunto mecanismo de control y vigilancia al poder —y muchos de sus satélites— ha quedado relegado a una especie de cajón de sastre de anécdotas que, en el mejor de los casos, sirve oportunas píldoras de clickbait a quienes verdaderamente desean conocer en qué se gastan los políticos nuestro dinero. O mejor aún: en qué no se lo gastan.

A la publicación de la Ley 19/2013 del 9 de diciembre de Transparencia, Acceso a la Opinión Pública y Buen Gobierno le siguió el desarrollo paralelo de múltiples proyectos, que olfatearon en este humedal de información sobre gasto público una oportunidad única para importar lo que en Estados Unidos se conocía como fact-checking, moda utilitarista que siempre tuvo un precio y que, sorpresas aparte, acaba consolidando, mediante una mágica promesa de honestidad, la forma más pura de seguidismo a la información oficial. Si es el gobierno quien controla qué información comparte y cuál no en función de las condiciones dadas en la propia ley, lo normal es que uno acabe enterándose de lo importante bien por accidente o por filtraciones interesadas de terceros.

En este sentido, y como se ha recabado desde diversas fuentes, el gobierno de Pedro Sánchez establece regularmente nuevos hitos de apelación al obstruccionismo. Uno de los últimos episodios fue particularmente grotesco: un medio digital, de los más leídos del país, extrajo una noticia de una revelación del Portal de Transparencia a un ciudadano particular que recibió respuesta, por fin, a la misma pregunta que el mismo medio había planteado —sin suerte— varias veces antes. Aquí se abren dos realidades de una complementariedad tenebrosa: una, que el ciudadano debe ser consciente de que puede —y probablemente también deba— acudir a este Portal de Transparencia a exigir saber casi cualquier cosa que desee saber. Y dos, quizá la más relevante: que los operadores de estos portales reciben instrucciones, por descontado, sobre qué contar, cómo contarlo y a quiénes.

Antonio Salvador pasa por ser uno de los grandes expertos de España en uso y aprovechamiento del Portal de Transparencia. Hoy subdirector de los informativos de Canal Sur, reconoce haber realizado más de 1.300 peticiones en los últimos siete años al portal, a razón de aproximadamente una cada dos días. No es ningún secreto, para él ni para ninguno de los periodistas que habitualmente recurren a esta fuente, que los gestores del portal criban las peticiones e investigan los nombres de quienes las realizan para descubrir si son o no periodistas, en cuyos casos muchas veces intentan camuflarlas bajo las excepciones aquí detalladas, casi siempre vinculadas a razones de seguridad y privacidad.

De su primera década en funcionamiento y todos estos años trabajando codo con codo con otros compañeros, Antonio y Ana Tudela, socia fundadora de Datadista, publicaron un imperdible artículo en el número 1 de Actualidad Administrativa (ed. La Ley) sobre funcionamiento y anécdotas de su desempeño contra lo que paradójicamente recoge el sobrenombre de ‘buen gobierno’. El corolario de dicho trabajo es cristalino: «Cuando no interesa, se usa toda la maquinaria administrativa que haga falta para frenar el derecho de acceso».

Dicho trabajo, por ejemplo, repasa casos ilustrativos de abuso de las excepciones de la Ley o qué significó la gestión de la crisis del coronavirus respecto al uso del portal por los medios. En concreto, cómo sirvió de experimento para probar su flexibilidad ante el cuarto poder. Después de que varios denunciaran los meses en que el portal permaneció congelado —con numerosas peticiones por atender— llegaron las cifras: con Sánchez en el poder, el número de denuncias por faltar a las obligaciones de dicha Ley se ha duplicado (de 1,5 a 2,9). Y quizá lo más preocupante de esto, por razones evidentes, sea que el ministro de cuya actividad se cursan más peticiones sea el designado para Interior, Fernando Grande-Marlaska, de recurrente actualidad por la teatralidad con la que despeja las peticiones que la prensa intenta recabar de su función, sobre todo ahora que las reuniones en Marruecos han adquirido carta de rutina —y, como en la última ocasión, por sorpresa y declaradas en la agenda oficial con menos de 24 horas de plazo—.

El paradigma neozelandés

La importancia controlar y dirigir la transparencia la expresó como nadie Jacinda Ardern, que hace un año dimitió como primera ministra de Nueva Zelanda, a propósito de la feroz campaña de vacunación contra la covid en su país: «Salvo que lo escuchen de nosotros, no será verdad; nosotros seguiremos siendo su única fuente de verdad». Ese single source of truth que canturreó Ardern cuando el mundo libraba la guerra entre liberados negacionistas y fieles a la ciencia líquida reduce el espíritu de la transparencia y buen gobierno al acto de fe que el ciudadano entrega a la democracia únicamente a través de su invocación. No en vano, Nueva Zelanda destaca como uno de los países con menor índice de corrupción en estudios como este, con más de cien referencias de trabajos internacionales. ¿Cómo no autodenominarse single source of truth en esas condiciones, y bajo esas circunstancias?

Lo que ocurre es que la realidad es a menuda tozuda y generalmente tiene otros planes. También en Nueva Zelanda, los medios han silenciado oportunamente durante días —y esto atañe a los audiovisuales, donde todavía se asume cierta capacidad, aun imperfecta, de información en tiempo real— la sentencia que enfatiza en las profundas irregularidades de la campaña de vacunación que Ardern implantó en base al single source of truth. De modo que cuando hablamos de transparencia y buen gobierno, hay que usar los disclaimers —descargos de responsabilidad— debidos, porque paradójicamente los gobiernos más transparentes son muchas veces los que menos y peores explicaciones dan, probablemente no por casualidad.

Sobre verificadores y el acceso a la información se ha escrito todo. Es un fenómeno de código abierto que de forma llamativa se reactivó durante las elecciones a los Estados Unidos en las que la demoscopia ninguneó las opciones de Donald Trump hasta casi el mismo día de su victoria-. Lo publicado de Jonathan Swift (El arte de la mentira política, 1712; Sequitur, 2006 en español) a Matthew d’Ancona (Posverdad: la nueva guerra contra la verdad y cómo combatirla; Alianza, 2017) lo extractó el multirreferenciado Orwell en un lúcido pasaje de 1942 sobre, por cierto, la observación de las mentiras entre los bandos enfrentados en la Guerra Civil española: «Desde el punto de vista de los antifascistas, se podría escribir una historia de la guerra verídica a grandes rasgos, pero se trataría de una historia interesada, muy poco fiable en sus pequeños detalles. Sin embargo, se acabará escribiendo alguna historia, y después de que hayan muerto todos los que la recuerdan realmente, será universalmente aceptada. De modo que, a todos los efectos prácticos, la mentira se habrá convertido en verdad». Y parece que en las avanzadas y transparentes democracias del mundo, esto ya se ha hecho —literalmente— Ley.

Madrid, 1987. Periodista. Ha trabajado en radio, prensa escrita y digital en medios como El Independiente, Clarín, Eurosport o El Español. Editor de la web The Last Journo, es también autor de las obras Adiós, cariño y Tormes

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