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Una moderna: Master and Commander

No es nada difícil emocionarme, lo confieso, pero si hay algo que tiene excesiva facilidad para hacerlo, provocándome un nudo en la garganta, eso es la nostalgia. Y de entre todas las nostalgias posibles, la más endiablada es esa que devuelve los recuerdos de una infancia cada vez más lejana. Una infancia que muchos dedicamos a lo que creo que hay que dedicarla: a ser esa clase de niño que juega y vive muchas de sus aventuras en la lectura, en las películas, en las batallitas del abuelo y, probablemente las mejores, en su imaginación. Y esos recuerdos, que ahora se desbloquean haciendo esas mismas cosas —leyendo aquellos libros, viendo las viejas películas, o entrando en casa de nuestros abuelos, que ya no están—, nos hacen revivir aquellos tiempos. Y aunque revivir, por desgracia, no es volver a vivir —qué mentirosa es esa palabra, que no significa lo que literalmente dice—, no deja de ser algo estupendo.

A mí, Master and Commander, de Peter Weir, que es de lo que he venido a hablar, me devuelve a muchos de esos rincones de la vida niña

Y a mí Master and Commander, de Peter Weir, que es de lo que he venido a hablar, me devuelve a muchos de esos rincones de la vida niña. Me devuelve al imaginarme siendo pirata, parche en el ojo y pata de palo, con un loro en el hombro mientras navego en busca de tesoros de isla en isla; me devuelve al soñar con las aventuras de indios, vaqueros y del Séptimo Regimiento de Caballería, anhelando tener mi propio rifle Springfield o Winchester; me devuelve a los innumerables viajes que hice de la Tierra a la Luna, o al centro de aquella, o a no sé cuántas leguas del fondo submarino, pasando semanas a bordo de globos, trenes o barcos —el Pequod, La Hispaniola, la Bounty, el Patna, el Nautilus— de cuyo nombre no puedo, ni quiero, olvidarme. Porque películas como Master and Commander tienen dentro esa cosa de la nostalgia que nos hace recordar, sentir y revivir.

Las aventuras de Jack Aubrey, capitán de la Marina Real interpretado por Russell Crowe, y de Stephen Maturin, médico y naturalista interpretado por Paul Bettany, escena tras escena, nos llevan con facilidad a lugares en los que ya habíamos estado antes. Nos llevan a esos sitios que visitamos en las historias que leímos, y seguimos leyendo; a Robert Louis Stevenson, a Joseph Conrad, a Julio Verne, a Emilio Salgari, a Daniel Defoe, a Jonathan Swift, primero; y a Jack London, a Herman Melville, a Bret Harte, a James Fenimore Cooper, a Alan Le May, a Cecil Scott Forester, a George MacDonald, a James Warner Bellah y a tantos otros, después. Ver Master and Commander es sentir, fotograma a fotograma, que puede que no hayamos dejado de ser aquellos niños demasiado niños. Entiéndanme.

Sugerirles encarecidamente lo mismo de siempre: que, si no la han visto, la vean y que, si la han visto mil veces, vuelvan a hacerlo

Por eso que ahora, al enterarme de que hace unas semanas la Academia le dio el Oscar Honorífico —ese que dan a los que de verdad se lo merecen— a su director, no puedo dejar de lanzar un «¡Tres hurras por Weir!» bien alto y sugerirles encarecidamente lo mismo de siempre: que, si no la han visto, la vean y que, si la han visto mil veces, vuelvan a hacerlo. A estos últimos poco tengo que advertirles y pueden ponerse ya a ello, pero a los otros, a los que la van a ver por primera vez, sepan que cuando la vean todo cambiará. Porque Master and Commander cambia la manera de escuchar a Bach, Corelli y Boccherini; cambia la forma de pensar en las Galápagos, en las tortugas y en las islas, en Darwin y en Lord Nelson, en la vida en la Armada Real y en el mar. Master and Commander hace comprender que la valentía de verdad es la de un niño asumiendo la pérdida de su brazo y de sus amigos, y que esa amistad es uno de los mayores tesoros, incluso cuando está sujeta a las exigencias del servicio. Master and Commander da tantas cosas que lo menos que uno puede hacer, una vez vista, es conseguir que otro la vea por primera vez.

A Master and Commander le debo, sobre todas las cosas, el haberme devuelto, una y otra vez, a la inmensa felicidad que sentía de niño

A Master and Commander le debo, sobre todas las cosas, el haberme devuelto, una y otra vez, a la inmensa felicidad que sentía de niño, mientras veo navegar y combatir, en imágenes de extraordinaria belleza, a la fragata en la que, página tras página, tantas horas navegué en las novelas de Patrick O’Brian. Esa fragata de veintiocho cañones, la Surprise, que allá donde esté es Inglaterra, que es un poco mi hogar, y cuyo nombre ocupa ya un lugar de honor junto aquellos otros barcos y embarcaciones literarias o cinematográficas en las que estuvimos enrolados. Y les garantizo que cuando, al final, los protagonistas toquen a dúo ese Passacalle de Boccherini, ustedes sólo lamentarán, como yo lamento, que todo se termine; y desearán que la Surprise siga navegando, que la aventura continúe; que la amistad de sus protagonistas sea eterna; que ese joven guardiamarina, ahora manco y brillante, se convierta en un gran comandante; que regresen a las Islas Galápagos y que el dichoso metraje, que ya va por las dos horas, tenga, por lo menos, media hora más.

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