Todo tiene que ver con el poder. Todo tiene que tener un bando. Todo el mundo sabe qué lado debe elegir. Elíjalo y será un colaborador. Rechácelo y será un disidente.
Tampoco es que estas etiquetas quieran significar que los disidentes siempre tienen razón y los colaboradores siempre se equivocan. Ni mucho menos.
A veces el poder está bien, y a veces está mal. Siempre y en todas partes, el poder define y es definido por lo que uno debe pensar, hacer y decir si quiere prosperar. Esta es la única forma segura de saber si es usted un disidente o un colaborador.
¿Está usted o no en el bando del poder? Si sus acciones fueran completamente egoístas, si fuera un sociópata totalmente egocéntrico, si su único objetivo fuera salir adelante y causar buena impresión, ¿qué fingiría creer? ¿Qué palabras, qué ideas saldrían de su boca? ¿Y a qué boletín se suscribiría? Ese bando es el bando del poder.
Ponerse del lado del poder es colaborar. Ponerse en contra es disentir. Y esto no nos dice quién tiene razón y quién no. La vida real no es una película: si existiera una fórmula barata y exacta para el bien y el mal, ¿cómo podría seguir existiendo el mal?
No pueden tener razón ambos bandos. Ambos bandos pueden ciertamente estar equivocados. La mayoría de la gente sencillamente elige un bando; probablemente ninguno sea perfecto. Cada pregunta puede tener una respuesta diferente. Para acertar todas las respuestas, quizá haya que ser a la vez disidente y colaborador. Además, la mayoría de la gente tiene una conciencia y también una carrera.
Y aunque los cismas facciosos entre colaboradores son superficiales, existen auténticas variedades infinitas de disidentes. La mayoría se han extinguido. Muchos nunca han existido. Que todos estén en desacuerdo no significa que todos estén equivocados —al menos todos menos uno.
No puedes darle a un absurdo gurú estafador de Internet todo el crédito —ni tampoco ningún crédito. Puede que tengas que recuperar la verdad de una tradición muerta hace tiempo. Puede que incluso tengas que inventarla. ¡Es difícil ser disidente! Pero también puede ser en cierto modo divertido.
También tienen ustedes su propia vida. ¡También tienen que preocuparse por eso! Es todo muy estresante. Pero también es muy emocionante. Veamos…
Este tipo de situación estresante y emocionante hace que un tipo de persona se pregunte: ¿en qué bando debo luchar? O: ¿cómo pueden ganar los disidentes? O incluso: ¿cómo podemos aplastar a los disidentes? Sin duda, son preguntas interesantes.
Otro tipo de persona se pregunta: ¿cómo hemos llegado hasta aquí? ¿Cómo puedo salir? ¿Cómo podemos salir? ¿Cuál es siquiera el significado de salir?
¿Qué más hay? ¿Qué más podría haber? ¿Podemos imaginar alguna forma posible en la que todas estas manías cada vez más extrañas y peligrosas pudieran apagarse por sí mismas y todo pudiera funcionar y funcionar bien, ser sensato y no aterrador?
Si se ha planteado este otro tipo de preguntas —puede que porque no le interese pasar el resto de su vida como colaborador o como disidente— este texto es para usted.
Por desgracia, no veo ninguna respuesta corta, fácil y correcta. Mis respuestas son largas, difíciles y muy probablemente equivocadas. Tal vez otra persona pueda hacerlo mejor con las mismas preguntas. Pero el problema fundamental es simplemente la distancia que nos separa de la cordura, que creo que es mucho mayor de lo que casi nadie imagina.
En este primer capítulo, explicaremos la naturaleza y la situación de nuestro régimen actual —con especial énfasis en por qué está roto, no tiene arreglo y no merece ni su lealtad ni su odio— y cómo no ser ni un colaborador ni un disidente.
La crisis de la pertinencia universal
En 2020, todo el mundo es importante. En 2020, cualquiera puede ser importante. En 2020, las ideas de cualquiera pueden dar la vuelta al mundo en segundos.
En 1990, esto era exactamente lo que queríamos. En 1990, cualquiera con una cuenta de Usenet podía ver perfectamente el futuro. En 1990, ni siquiera hacía falta ser John Perry Barlow [un conocido ciberlibertario].
En 2020, Internet sería el gobierno. Por primera vez, la democracia directa remontaría el vuelo. En 2020, todo el mundo sería su propio representante en alguna asamblea planetaria. En 2020, tendríamos una democracia real: enrutada a través de TCP/IP a todo lo que en el Planeta Tres tuviera dos piernas y no fuera un pájaro.
Y en 2020, todo el mundo sería relevante. ¿Un sueño novedoso? Ni por asomo. En 1842, Tennyson tuvo más o menos esa misma visión:
No en vano la distancia baliza. Avancemos, avancemos,
dejemos que el gran mundo gire para siempre por los sonoros surcos del cambio,
Hasta que el tambor de guerra no palpite más, y las banderas de batalla se plieguen,
En el Parlamento del Hombre, la Federación del Mundo.
Allí, el sentido común de la mayoría mantendrá atemorizado a un reino inquieto,
y la amable tierra dormirá, envuelta en la ley universal.
En 2020, los resultados están a la vista. Sucedió. En 2020, todo el mundo es relevante. Y en 2020, todos son colaboradores o disidentes.
En 1882, Tennyson escribió una secuela de este poema escrito a los 40 años, que describía el resultado de su sueño, más o menos el sueño de las revoluciones europeas de 1848:
Arrancad a los poderosos de sus asientos, pero no pongáis a los débiles en su lugar;
Poned en la picota a la Sabiduría en vuestros mercados; arrojadle sus despojos a la cara.
Derribad por completo a la Naturaleza y, gritando entre los gritos de la calle,
Poned los pies sobre el cerebro y jurad que el cerebro está en los pies.
Traed de vuelta las viejas edades oscuras sin la fe, sin la esperanza;
Romped el Estado, la Iglesia, el Trono, y echad a rodar sus ruinas ladera abajo.
Parece que el tipo cambió de opinión. Quizá tengamos algo que aprender de él. Quizá ya lo hayamos aprendido por las malas.
Resulta que, incluso para sus diputados, el Parlamento del Hombre (ahora conocido como «redes sociales») es una experiencia terrible; a veces incluso aterradora. Dicta leyes universales. También son terribles, y terriblemente ejecutadas.
Es superficial y perezoso culpar de esta desagradable sorpresa a Internet, Twitter o cualquier otra tecnología. Tennyson recibió el mismo impacto democrático del ferrocarril, el periódico y el telégrafo.
Los nuevos dispositivos han dado nueva vida a viejos sueños. Estos sueños hechos carne tienen látigos y colmillos que nunca soñamos. No eran pesadillas lo que pedimos. No soñamos estos latigazos, quemaduras y picaduras.
¿Debemos cuestionar la tecnología? La tecnología está aquí para quedarse. No, debemos armarnos de valor y cuestionar nuestros sueños. ¿Cómo sabemos realmente que no eran pesadillas desde el principio?
Deja de intentar cambiar el mundo
No hay nada históricamente inusual en todo esto. Sencillamente vivimos en un estado total. Tampoco es algo nuevo: ha sido así toda la vida. Sólo que cada vez es más difícil de ocultar.
En un estado total, todo y todos están impregnados de poder. Todo el mundo importa. Todo es importante. Todo el mundo debe preocuparse. Todos quieren cambiar el mundo. Todo el mundo debe comprometerse. Todo el mundo promueve el poder o se opone a él. Todo el mundo es colaborador o disidente. El poder ha convertido todo el país en una secta política.
Cualquiera que lea El poder de los impotentes de Vaclav Havel quedará impresionado por el retrato que hace Havel de Checoslovaquia hace cuarenta años, con sus eslóganes voluntarios fijados en las ventanas, su interminable desfile de cruzadas, su inexorable maquinaria de cancelación humana.
Havel tenía la estrategia adecuada para los súbditos del Estado total. En primer lugar, debían aprender por sí mismos a ser impotentes. Debían vivir plenamente su irrelevancia privada. Y, sobre todo, debían dejar de intentar cambiar el mundo.
Sea cual sea el poder que creen tener ahora, es el poder de una fantasía. Hasta que no salgan de esta fantasía, serán impotentes en la realidad, y esto es cierto incluso para las personas con más éxito del mundo actual.
Compromiso y desapego
Se trata de una teoría extraña. Definamos algo de jerga para hacerla más precisa.
El compromiso es cualquier relación voluntaria con el poder: asistir o resistirse al poder, ya sea en acto o en mero deseo. Si intenta cambiar el mundo, sólo con querer que cambie, puede que incluso sólo con desear que cambie, está usted comprometido.
Lo contrario del compromiso es el desapego. Estar desapegado es ser conscientemente irrelevante: habitar el mundo tal y como es, saber que es probable que continúe su curso actual y alejarse uno mismo de cualquier acción o deseo de cambiarlo. Nadie puede alcanzar el desapego perfecto, y de eso trata el intento.
El compromiso no es el acatamiento. El acatamiento es una acción involuntaria. El compromiso es la acción voluntaria o el deseo de actuar. Acatar es pagar los impuestos. Compromiso es poner un cartel [electoral] en el césped. El desapego es raro; cualquier cosa rara en su estilo de vida incitará a sus abogados al acatamiento más meticuloso posible.
El desapego no es disidencia. El desapego nunca se resiste. No hace nada contra ninguna persona o institución, legal o ilegal, violenta o no violenta. Ni siquiera intenta influir en la política o en la opinión pública. Nunca se enfada, nunca se preocupa y siempre obedece, tanto las leyes formales como las reglas informales.
El desapego es una dura tarea espiritual en la que nadie puede tener éxito a la perfección. No es un hecho, ni siquiera una idea. El desapego, como el Zen, es una práctica. Y mientras que la práctica seria del Zen implica horas de sentarse dolorosamente que pueden causar hemorroides e incluso daños nerviosos, ¿qué tan difícil puede ser practicar el que nada le importe un carajo?
Lograr el desapego tiene beneficios tanto individuales como colectivos. Es bueno para usted, si puede hacerlo. Es bueno para todos, si todos pueden hacerlo.
Veremos cómo funciona a medida que avancemos. Pero Havel, diez años después, era Presidente de Checoslovaquia. La ironía del distanciamiento consiste en que es el primer paso en el único camino hacia un gobierno diferente. Y aunque ese camino es largo, este primer paso puede ser el más difícil.
Evolución del estado total
Pero antes del camino hacia el futuro, el recorrido desde el pasado. ¿Cómo han podido llegar las cosas a este punto? Empecemos por ver por qué todo en 2020 es tan político.
Si nos remontásemos a principios del Pleistoceno, podríamos cubrir las causas profundas. Tendremos que permitirnos algunas generalizaciones muy amplias e inexactas.
Las sociedades precivilizadas eran Estados totales: todo el mundo era relevante. La unidad de poder era la tribu; todo el mundo era soldado o trabajador de la tribu; todo giraba en torno a la tribu. Por tanto, todo era político. Muchos instintos sociales humanos evolucionaron en este periodo. No todos estos instintos son un activo hoy en día.
Las civilizaciones premodernas eran Estados parciales, en los que el poder sólo concernía a un pequeño conjunto de gobernantes, o régimen. Todos los demás eran súbditos bajo la soberanía incondicional del régimen. La invención del sometimiento fue la invención de la civilización. Permitió que el Estado y la sociedad superaran el tamaño de una tribu.
Un súbdito puro no tiene ninguna relación emocional con el poder. El poder sólo exige acatamiento físico. El acatamiento mínimo consiste en impuestos y ausencia de agresión: le libertarian paradise. Aunque la historia real nunca fue tan pura, esta abstracción es una situación civilizada normal que podemos llamar desapego natural.
La civilización moderna, gracias a las innovaciones en comunicación desde Gutenberg hasta Pornhub, ha vuelto a sus inicios. En 2020, todo el mundo está totalmente conectado. Así que todo el mundo puede y debe comprometerse con el poder —justo como cuando éramos chimpancés.
El estado total ya no se contenta con el acatamiento físico. Exige seguridad emocional. Al poder no sólo se le obedece. El poder debe ser amado. Y esta vuelta al Estado total, nuestra forma de gobierno más antigua, hace que el régimen moderno, a pesar de todos sus juguetes y transistores, resulte sorprendentemente bárbaro.
El Estado total moderno
Nunca amamos el poder directamente como tal. Amamos algún bien que sólo el poder puede lograr, o que nada puede lograr, pero que sólo el poder puede intentar lograr. Sentimos ese poder como algo nuestro. Así es siempre y en todas partes la mentalidad del colaborador, que nunca comprende que sus enemigos son enemigos del poder, no enemigos del bien.
Cuando colaboramos, actuamos como humanos normales: rindiendo pleitesía al poder. Cuando rendimos pleitesía al poder, pensamos que estamos haciendo del mundo un lugar mejor. A veces incluso lo hacemos, pero siempre estamos rindiendo pleitesía al poder.
Pero cuando el poder tiene nuestros emolumentos y nuestro acatamiento, ¿por qué necesita nuestra pleitesía? ¿Por qué tiene que molestarnos tanto, por la mera baratija del amor?
Porque se siente inseguro. El poder siempre se siente inseguro. Todo el mundo quiere el poder, así que tiene motivos para sentirse inseguro. Y cuanto peor actúa, más inseguro se siente el poder, porque cuanto más inseguro es, más pleitesía debe exigir. (Por supuesto, no hay conspiración; esto es evolución histórica, no diseño inteligente).
Por eso debemos desconfiar, y desconfiamos, de los Estados totales orwellianos. No es porque las grandes mentiras sean malas en sí mismas: el problema es lo que las hace necesarias.
La mendacidad sistemática y el mal gobierno son comorbilidades comunes. Cuanto más cerca de la muerte se siente un régimen, necesariamente peor es su comportamiento. Cuanto peor es su comportamiento, más se acerca a la muerte —y más debe esforzarse por parecer bueno. Y todo régimen, para casi todo el mundo, parece absolutamente inmortal hasta el día de su muerte.
Seguridad psicológica y fórmulas políticas
«Orwelliano» es un poco un insulto. Una forma más objetiva de describir nuestro reciente régimen moderno es decir que ha invertido fuertemente en seguridad psicológica.
Todos los regímenes dependen del afecto de sus súbditos. En algunos, este afecto fluye naturalmente de un desempeño coherente y la satisfacción del cliente; casi no se necesita seguridad. En otros, necesita más ingeniería, algo que nunca puede hacerse a la perfección, por lo que la seguridad física siempre es necesaria. Pero la seguridad psicológica siempre es más barata.
Un régimen que envejece tiene cara de acelga, una cara que sólo una madre podría amar. El poder sigue necesitando que todo el mundo lo quiera, al menos todos los que forman parte de la clase dirigente. Como nadie besa abiertamente a una acelga, el poder necesita sus trucos mentales Jedi.
En el mundo moderno, el patrón general de estos trucos es proyectar alguna ilusión que te haga sentir subjetivamente relevante. Objetivamente, estás delegando poder en otros. No amas literalmente el poder: amas el bien. Cuando usted colabora, generalmente gana; incluso puede que gane su bien; pero el poder siempre gana.
El politólogo italiano del siglo XIX Gaetano Mosca bautizó estos trucos como fórmulas políticas. Una oligarquía no es una conspiración; nadie diseña las fórmulas políticas actuales. Evolucionan. Lo que debe preocuparnos no son las fórmulas ni quienes las siguen, sino el paisaje estructural que las hace inevitables y exitosas.
Un aspecto de ese paisaje será siempre nuestra psicología de chimpancé que busca el poder —como lamentaron estadistas estadounidenses tan venerables como John Adams y Abraham Lincoln—, que desgraciadamente está demasiado bien adaptado al Estado total. Dado que el cerebro humano es una constante, el único aspecto variable del paisaje es la estructura del Estado.
El diagnóstico del inspector de viviendas
Nuestro problema estructural es la fuga sistemática de poder. Todo es político porque todo en el gobierno tiene fugas de poder.
Una fuga de poder confiere poder soberano a una persona o institución a la que no se le ha confiado de manera formal. Es como filtrar nutrientes en un lago: su ecosistema se especializa en algas repugnantes, amantes de los nutrientes. La culpa es de la filtración, no del lago.
A nivel organizativo, la fuga de poder otorga a muchas instituciones ajenas al gobierno formal una soberanía efectiva sustancial sobre las políticas públicas. A nivel individual, permite que todo el mundo se sienta importante, al margen de sus poderes formales, como el derecho al voto.
La fuga sistemática de poder permite que todo el mundo se sienta importante, incluso al margen de sus derechos políticos legales. Y muchas instituciones ajenas al gobierno propiamente dicho ejercen un enorme poder sobre él.
A todo el mundo le parece completamente normal. No lo es; es maligno. Las meras fugas de energía —sencillamente un problema de ingeniería en la estructura de nuestros gobiernos, si bien bastante irresoluble— causan la mayor parte del mal en el mundo actual.
La mayor parte del mal lo causa el poder exento de responsabilidad. La mayor parte de los gobiernos modernos ya son en su mayoría irresponsables, pero un Estado al margen del Estado es profunda, inherente, existencial y absolutamente irresponsable. Su seguridad laboral hace que Luis XIV parezca un empleado de la perrera a tiempo parcial.
Y esto sólo en lo que respecta a las organizaciones no gubernamentales, que a menudo combinan en la práctica la autoridad soberana con la inmunidad privada: lo mejor de ambos mundos. Peor aún, las fuerzas no organizadas, o aquellas cuya organización no es visible para el Estado, pueden llevar a cabo acciones directas similares a las del Estado.
La incapacidad de reprimir este tipo de acciones extralegales es en sí misma una fuga de poder. Sólo los colaboradores pueden actuar de este modo: las fuerzas disidentes de este tipo son rápidamente aplastadas y castigadas con severidad. La fuerza vuelve a funcionar como un brazo del poder, si bien de forma bastante inconsciente. Su dependencia del poder puede ocultarse incluso a sus propios miembros, que se sienten como rebeldes geniales al operar como auxiliares irregulares de la guardia imperial.
Este tipo de fugas de poder permiten que mucha gente se sienta importante. Implican que la sociedad no está formalmente dividida entre los que tienen poder y los que no lo tienen. No obstante, sigue estando dividida en realidad. De hecho, casi nadie tiene realmente ningún poder, en el sentido de influir en la política gubernamental, y los que lo tienen, tienen poco cada uno. Pero como cualquiera podría ser importante, cualquiera puede sentirse importante.
Aun así, la mayor parte de la importancia que proporciona este sistema es falsa. Es cierto que todo el mundo quiere instintivamente sentirse importante. También es cierto que todo el mundo quiere comer donuts. Las calorías vacías y los delirios de grandeza no son saludables.
Estas motivaciones, entre los simios terrestres del Pleistoceno, evolucionaron por razones biológicas puramente racionales. Esas antiguas razones no son convincentes en nuestro actual contexto nutricional y político.
Cuando todos comemos donuts todo el tiempo, todos engordamos. Cuando todos nos sentimos importantes todo el tiempo, nuestro gobierno se vuelve disfuncional y a menudo activamente perverso. Y social e incluso profesionalmente, todos empezamos a comportarnos como la novia adolescente de Robespierre.
¿Es el propósito de la vida y de la historia satisfacer nuestros instintos atávicos? Las consecuencias a largo plazo de tales gratificaciones suelen ser malas. ¿Puede que aquí también lo sean?
El Estado parcial ultramoderno
Un Estado parcial es todo Estado cuyos habitantes están claramente divididos en súbditos y funcionarios, y estos últimos ejerzan una soberanía incondicional sobre los primeros.
Un estado parcial bien diseñado tiene dos ventajas principales. Primera: suele funcionar mucho mejor. Segunda: sus súbditos, como sus opiniones no importan en absoluto, pueden pensar y decir lo que quieran. En el mejor de los casos, los sujetos ni siquiera se ven tentados por la ambición, lo que les deja libres para observar, analizar, imaginar y discutir desapasionadamente.
Así pues, un régimen parcial bien diseñado no sólo es más eficaz, sino también más libre. El Estado parcial no es el régimen de Tennyson, sino el de Pope, que escribió, en 1733:
Por las formas de gobierno que discutan los tontos:
El que sea que esté mejor administrado es el mejor.
Pero ¿no es peligrosa esta «autocracia»? ¿Y si los funcionarios oprimen a los súbditos?
Esto es sin duda un gran peligro. Es un peligro tan grande que está ocurriendo ahora mismo, ya que todo Estado total, medido por el compromiso emocional con el poder, sigue siendo muy parcial medido por la relevancia objetiva para el poder.
Cada vez que viaja en coche, su propio cuerpo está rodeado de fuerzas y energías que podrían aplastarle como a un grillo. Ese riesgo no es bajo en absoluto, simplemente estamos acostumbrados a él. Pero, además, ese riesgo ha sido cuidadosamente diseñado hasta el nivel más bajo posible por muchas generaciones de artesanos técnicos. O al menos así debería ser, y hoy no es demasiado pronto para empezar. ¿Alguien cree que medir la audiencia de televisión de 2020 es una medida de seguridad eficaz?
Todo Estado, lo admita o no, tiene sus funcionarios y sus súbditos. Todo Estado tiene muchos menos funcionarios que súbditos, lo que crea un problema de seguridad inherente a los primeros.
Un mal régimen es inseguro, con un desempeño de bajo nivel o incoherente; debe manipular constantemente a la opinión pública. Un buen régimen es muy seguro, con un desempeño de alto nivel y predecible; a lo sumo, de vez en cuando debe empujar a sus volubles súbditos hacia la realidad. La guerra no es la paz; el odio no es el amor; pero la seguridad, no la anarquía, es la libertad.
¿Qué significa desempeño de alto nivel en un régimen? Esto es todo un capítulo aparte. La mayoría de los lectores llegan aquí con mucho que desaprender. Es mejor empezar con un negativo impresionista y no científico: sólo algunos ejemplos de cosas que están mal. Una mala nota en cualquiera de estos campos, y en muchos más, debería descalificar a cualquier candidato.
He aquí algunos indicadores aleatorios y ordenados al azar de los malos resultados de un régimen: seguridad física imperfecta de bienes o personas, de día o de noche, en cualquier espacio público; conflicto, resentimiento o dependencia sistemáticos, violentos, psicológicos o materiales, entre dos grupos cualesquiera; incapacidad para garantizar la salud y la seguridad públicas frente a todas las amenazas biológicas; incapacidad total o parcial para aprovechar su capital humano en toda su capacidad; incapacidad para producir bienes y servicios de los que depende sistemáticamente; incapacidad para imponerse en conflictos militares… hay otros, pero ¿no es acaso suficiente con esto?
Pero el Estado parcial ultramoderno no es el Estado parcial premoderno. Los súbditos del pasado eran naturalmente desapegados; eran campesinos ignorantes, por decirlo con crudeza. Dado que el futuro no puede deseducarse a sí mismo, no puede resucitar este fenómeno. Necesita una doctrina del desapego consciente, de la renuncia intencionada e informada al poder.
De aquí hasta el final del camino hay un buen trecho. Pero aquí hay una simetría interesante: necesitamos esta extraña característica, el desapego, tanto para el primer paso como para el último.
Una teoría unificada de la colaboración
Sí, vale, claro. Pero ¿cómo podemos llegar desde aquí a ese futuro Estado ultramoderno? No nos aceleremos: tenemos que empezar por entender perfectamente dónde estamos ahora mismo. Ningún plan puede tener éxito a menos que se conciba y sea ejecutado en la realidad más fría y verdadera posible. (Si tienes que poner el despertador ahora, ponlo para dentro de un par de décadas como mínimo. Lo siento).
Prometimos una teoría unificada de la colaboración y no la hemos conseguido, porque hemos pasado demasiado tiempo ignorando por completo a nuestros amigos, los disidentes. Obviamente, cualquier teoría unificada debe ser una teoría tanto de los colaboradores como de los disidentes. (Los primeros también son nuestros amigos, por supuesto).
Podemos resolver este problema de una forma sencilla e indolora: revisando nuestro vocabulario. Consideremos a los disidentes como un tipo especial de colaboradores. Podemos llamar voluntarios a los colaboradores que no son disidentes. La diferencia es la polaridad del colaborador: los voluntarios son positivos y los disidentes son negativos.
Cuando actúan, planean actuar o simplemente fantasean con actuar, voluntarios y disidentes se dedican al mismo tipo de acción: o bien a controlar al régimen, o bien (lo que viene a ser lo mismo) ejercer la autoridad fuera de él. Ambos intentan gobernar, conducir el coche del poder. Los voluntarios quieren conducir recto, pero más rápido o mejor; los disidentes quieren girar, frenar, incluso dar marcha atrás.
Afirmaciones sobre el régimen moderno
Aunque lo anterior les haya instruido un poco, tiene dos fallos graves.
En primer lugar: la poesía está ligeramente retocada, sólo para darle garra en el siglo XXI. Lo siento, Tennyson. Segundo: aunque normalmente intento ser muy concreto, no puedo evitar utilizar la palabra poder de una forma más bien etérea, incluso continental. Tercero: cualquiera que haya leído hasta aquí puede haber notado afirmaciones polémicas: hipótesis pegadizas, enunciadas sin pruebas. Todo esto es embarrar el terreno un poco y hay que disculparse por ello, así que pido disculpas.
El próximo capítulo le ahogará como a un pez en evidencias —que no es lo mismo que en datos. En cuanto al poder, es como el viento: es más fácil saber hacia dónde sopla que de dónde viene. El próximo capítulo les dará una idea sobre de dónde viene el poder.
Pero, primero, permítanme poner estas afirmaciones sin fundamento en un solo lugar. Intenten estar de acuerdo con ellas. Con suerte, lo estarán de un modo u otro.
Dado que voluntarios y disidentes están enfrentados, nos resulta fácil ignorar lo que tienen en común. Uno: ambos (obviamente) están colectivamente comprometidos con el poder. Dos: ambos (de manera nada obvia) colectivamente apoyan al poder.
Por lo general, los voluntarios pretenden promover una causa, definida como un objetivo público concreto cuya consecución significará que el mundo se ha convertido en un lugar mejor.
Aunque alcanzar un objetivo voluntario no es en absoluto inaudito, el éxito es lo suficientemente inusual como para que muchos objetivos populares sean racionalmente imposibles o incluso indefinidos. El efecto objetivo universal del voluntariado es el apoyo a un partido: el partido del poder. Los objetivos que beneficiarían al bien público, pero no pueden generar poder, no atraen voluntarios.
Por lo general, los disidentes pretenden resistirse a alguna causa poderosa u oponerse al poder en general. Al ser más débiles que el poder, los disidentes tienden a perder ante él. Su honor e inteligencia superiores pueden prevalecer en una emboscada o incluso en una batalla, pero casi nunca en una guerra.
Y, obviamente, perder ante el poder es una forma de beneficiar al poder. Y obviamente, esto es sólo el principio de las muchas, muchas maneras en que el poder puede servirse de la existencia de los disidentes —incluso de los más talentosos y sinceros entre ellos— para poder contar una historia más convincente.
Todos los regímenes son como las hadas: existen si la gente cree en ellos. Todos se especializan en transformar la fe en soberanía. Esta fábrica puede procesar más de un tipo de creencia, en más de un sentido. Midiéndolo con objetividad, es probable que nuestro régimen extraiga más energía de sus oponentes que de sus partidarios.
Así que todo el mundo debería desconectar. Los voluntarios deberían desconectar; probablemente lo único que hacen es patrocinar a un mal gobierno. Los disidentes deberían desconectar; probablemente también estén patrocinando a un mal gobierno.
Y en realidad sólo existe un tipo de colaborador, pero dos marcas diferentes, cada una creada con amor por la mano inhumana de la evolución para una cultura o una personalidad diferentes. Ambos bandos apoyan objetivamente al poder; por eso el poder es tan fuerte.
Una última intervención
No he demostrado en absoluto estas hipótesis. Pero es fácil demostrarlas; lo haremos con bastante detalle. Pero si la cosa está tan clara, ¿por qué no se ha impuesto?
Porque, ya sea usted disidente o colaborador (o un poco de ambos), el compromiso crea una sensación de sentido, válida o ficticia, que segrega un goteo de dopamina que le deja a usted escarbando como un yonqui en busca de cualquier racionalización, por tenue que sea, de su ridícula, patética y onanista adicción a la importancia en este mundo absurdo.
No puede usted llevarse esta adicción al futuro. Se sentirá mejor sin ella. No necesita importar nada, sólo ser «el mejor administrado». Siempre se trató de algo relativo al estatus para monos con cerebro. Bajo un régimen que no tiene fugas de poder, nadie fuera del gobierno propiamente dicho puede ser adicto al poder; ni necesita serlo. Hasta un trabajo en el gobierno no es más que un trabajo.
Un régimen parcial ultramoderno es posible porque puede llegar a ser popular —incluso antes de existir. Puede hacerse popular porque los adictos al poder son yonquis. Los yonquis no quieren estar metidos en la heroína. Los yonquis quieren no tener la necesidad de consumir heroína.
¡Jamás intenten quitarle el poder a alguien! En lugar de eso, entiendan por qué sienten la necesidad de ese poder. Si pueden darles una forma de desprenderse de ella, a menudo lo harán encantados.
El poder es divertido; el poder es una carga. Con el tiempo, la diversión disminuye y la carga aumenta. Un día, el régimen cae pacíficamente, incluso con alegría, tan pronto como tenga otro régimen al que rendirse. Y diseñar ese régimen no implica disidencia ni voluntariado.