Buscar
Cerrar este cuadro de búsqueda.

Y cierra, España

Cada 4 de julio llegan a Washington riadas de estadounidenses procedentes de todo el país, con sus banderas, sus sombreros y un sinfín de adornos para no dejar espacio a la duda del porqué de su viaje a la capital de la nación. Y cada año, como el primero, me asombro ante el alarde de patriotismo folclórico y festivo que inunda las calles de la ciudad, acompaña los desfiles, responde con largos «oh» los fuegos artificiales y hace cantar el himno a coro a desconocidos.

El norteamericano medio tiene una manera de entender las celebraciones colectivas muy diferente de la nuestra. Sea el Día de la Independencia o un partido de béisbol, pareciera que, por la mañana, en lugar de una ducha, se hubiese dado un baño en los tintes de los colores que por la tarde le toca defender. Gorra, camiseta, funda para la lata de cerveza, un par de banderines sujetos por las ventanillas traseras del coche. Una indumentaria exagerada, forzada, más propia del converso que del heredero natural de una tradición o del ejercicio de una afición.

En España, nadie imagina a alguien hecho y derecho abonado de su equipo de fútbol acudir a cada partido ataviado como si albergara la esperanza de que el entrenador pudiese girarse y llamarle a calentar sólo por ir vestido como un utillero de buen año. Tampoco se nos pasa por la cabeza conmemorar la Fiesta Nacional como si fuésemos una rojigualda andante ni los festejos patronales de nuestro pueblo, o el de nuestra familia, cubiertos con el pendón local, acaso en uso desde siglos antes de que en las Trece Colonias comenzasen a cansarse del rey de Inglaterra. La ostentación ortopédica en el festejo, sin embargo, sí es cosa autonómica, en sus fechas señaladas y sin necesidad de excusas, con sus ritos y mitos de antes de ayer, creados alrededor de la diferencia con el vecino, tan imperceptible como exacerbada.

En los Estados Unidos, la americanada es —claro— lo normal. Una costumbre, un grupo social, en definitiva, que exige poco para unirse a él, siquiera la identificación de la diferencia. Las expresiones gregarias que tan impostadas nos resultan sólo son una fase del lento arraigo de la costumbre que a veces florece en tradición y, algún día, como en cualquier villa castellana, acaba por no precisar de gorras ni camisetas ni banderines para honrar una identidad decantada por el tiempo. Tal vez, con el paso de los años, la familia de Virginia Occidental que cada mes de julio pasa unos días en Washington engalanada de rojo, blanco y azul conmemore su solemnidad como en Madrigal de las Altas Torres se vive cualquier 12 de octubre. Y el prejubilado de Detroit, que cada semana luce camiseta y gorra de los Tigers en su asiento del Comerica Park, puede que comprenda lo exagerado de su aspecto para profesar una pasión.

O quizá —quién sabe— seamos nosotros los que alcancemos a entender que, aunque la novedad sea una de las fuerzas que mueven el mundo, ni la antigüedad ni la profundidad de las raíces son motivos para dejar de conmemorar las tradiciones de las que venimos ni de honrar a quienes nos precedieron, y aceptemos que en ocasiones es más impostura forzar el olvido que el recuerdo. Y así, quizá, cada 25 de julio miremos con otros ojos a Santiago y peregrinemos, libres de extravagancias, conscientes de que caminamos a una de las capitales de nuestra civilización.

Más ideas