De camino a los calabozos, desprovisto provisionalmente de la libertad que disfrutaba unos minutos antes, echando ya de menos una vida que no volverá a la normalidad, los agentes de policía encargados de custodiar al acusado por presuntos malos tratos -muchas veces ni los esposan, porque de un simple vistazo no creen que sea necesario- suelen repetirle algo que luego escuchará muchas más veces en todas partes y durante mucho tiempo: «Ya sabes cómo va esto». Algunos sí lo sabemos: la vida del hombre adulto heterosexual en España está a una sola llamada del infierno. Haya o no haya indicios. Esta ni siquiera tiene que realizarla la presunta víctima, a la cual por cierto tampoco se le exige -sólo se le propone- denunciar en ese mismo momento. De hecho, puede no llegar a interponer denuncia o esperar a hacerlo, como ocurre en ocasiones, a que corra el turno de juzgados, dilatando así la detención del acusado con el objetivo de condicionar sus nervios antes del juicio.
Esta es una de las muchas tácticas que ciertos abogados aconsejan a sus clientas para preparar, con grotesca ventaja y todas las garantías que crean poder obtener, una vista urgente en la que el denunciado, no siempre prevenido, podría verse llamado a aportar pruebas de descargo. Porque sí, en los casos que conciernen a la Ley Orgánica 1/2004 de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género, la simple declaración de la mujer puede ser suficiente para condenar al hombre. Por eso, con el tiempo, se ha extendido la modalidad de denunciar ‘malos tratos continuados’, que incluyan los del tipo subjetivo o de percepción, esto es, casi indemostrables. No es lo mismo probar ante un juez una agresión física que un insulto, de ahí la importancia de preparar una declaración creíble con tiempo y sin injerencias —esto es, sin que el hombre sospeche nada y pueda reunir pruebas que prueben su inocencia, generalmente grabaciones—. Como se suele encargar de remarcar la acusación en estos casos, «que no se puedan probar los malos tratos no significa que no hayan existido». Y esta es sólo una muestra de hasta qué punto sigue pervertida en su recurso una ley en apariencia imprescindible como esta LO 1/2004.
Por suerte, aunque esta es de momento una victoria pírrica en términos originales, cada vez es menos necesario que los agentes que custodian al acusado le expliquen qué implica, además de la detención automática, una acusación por presuntos malos tratos. Ahora bien, ¿lo sabe España? Este atroz conflicto entre garantías y procesos va superando poco a poco el tabú que desprecia su falsa excepcionalidad (de hecho es al contrario, cifras en mano), y va apareciendo en el espacio cultural bibliografía que detalla qué ocurre y cómo se utilizan estos casos. La abogada Guadalupe Sánchez puede considerarse pionera con su Populismo punitivo (Deusto, 2020); pero este mismo año han visto la luz otras dos obras, en dos registros distintos, que abordan la causa con notable decisión. A saber, Destripando el Derecho (de Fernando Portillo, aka Judge the Zipper, magistrado y juez decano de los Juzgados de Melilla) y Algunos hombres buenos, del periodista Quico Alsedo, ambos publicados por La Esfera de los Libros.
En Algunos hombres buenos, Quico Alsedo cuenta la historia de ocho padres arrinconados por el sistema, víctimas de falsas acusaciones. Si bien el perfil del maltratador se puede recitar casi de memoria, sabemos menos del perfil de la falsa denunciante: «son mujeres extremadamente controladoras y posesivas respecto a sus hijos, a los que tratan como propiedad: ese celo extremo suele provenir de inseguridades y vacíos propios, que se proyectan en la relación con los hijos hasta el punto de no calcular el daño que les provocan». Además, se valen de un clima social irónicamente favorable a este perfil, que ha visto reforzadas, justificadas y hasta subvencionadas dichas inseguridades: «la mujer ha exigido legítimamente igualdad fuera del hogar, y casi todos hemos estado de acuerdo; pero cuando el hombre ha reclamado ese espacio dentro del hogar, la sociedad le ha dicho: no es el momento, estamos liberando a la mujer, apártese».
Cierta política y sus entregados altavoces cacarean una fracción como un conjuro contra la desinformación, etiquetando el concepto de denuncias falsas en la categoría de bulo: aluden al famoso 0,01% respaldado, dicen, por datos del CGPJ. Por supuesto, hay truco: para poder llegar a ese 0,01% primero hay que obviar todas las denuncias archivadas o causas sobreseídas que no condenan al acusado, y que en realidad representan una cifra entre el 75 y el 80% desde que en 2008 en TC avalara la constitucionalidad de dicha ley. En 2022 se interpusieron 136.987 denuncias, de las cuales 32.923 (el 24%) acabaron en sentencia condenatoria. Esto es: 2 de cada 10. O dicho de otra forma: ocho de cada diez denuncias por presuntos malos tratos interpuestas el pasado año fueron, a efectos prácticos, denuncias falsas. Un porcentaje que lleva 15 años sin bajar del 75,6%. Esto, partiendo de una idea básica para entender el sistema garantista y lo que nos empeñamos en llamar un Estado de Derecho ajustado a estándares homologables en materia de DDHH: el denunciado no condenado es inocente.
Pero como decimos, no siempre es así en el lenguaje político, consciente de la importancia de construir relato desde la anécdota. Ese 0,01% al que apelan se refiere sólo a los casos en los que el falso acusado emprende acciones contra la denunciante y consigue a su favor una sentencia que prueba que se interpuso una denuncia objetivamente falsa. Por supuesto, esto implica para el denunciante una inversión en recursos que por diversas razones (desgaste económico y complejidad procesal, sobre todo; pero también operan condicionantes sociales o psicológicos) no siempre puede ser atendido. No es plato de buen gusto que un inocente pase gran parte de su vida dando explicaciones a quienes, además, no están dispuestos a atenderlas. ¿Y quién debería responder por este agravio? «El sistema, desde luego. Nos damos los poderes para no vivir en la selva. Y en concreto, entiendo que la política moderada. Lo que pasa con todos estos hombres demuestra que la moderación responsable no ha existido todos estos años: mi libro reivindica que hay mayorías sociales que piden sensatez y hoy no tienen a quién votar», lamenta Alsedo.
Por otro lado, en los casos que pueden interferir con procesos de separación o custodia, el falso acusado debe procurar -y así será si está bien asesorado- que la acción contra la falsa denunciante esté fundamentada y no se pueda interpretar como un simple acto de despecho o revancha. Ni siquiera partir de una situación de vulnerabilidad obvia -Guadalupe Sánchez lo llama «asimetría penal»– es suficiente. Así, no se estila que la falsa denunciante deba restituir ningún daño al falso denunciado. Ni siquiera está obligada a pedirle perdón, pese al daño incuestionable -y a veces irreparable- que estas falsas acusaciones provocan. Aunque la reciente condena del TS a Irene Montero a pagar 18.000 euros al marido de María Sevilla por llamarle «maltratador» sin que se probara nunca tal cosa nos recuerda que todavía existen límites, cada vez es más difícil probar este tipo de denuncias porque para ello se debe estimar que la denunciante fuera consciente de que denunciaba en falso. Y esta es la razón por la que vuelve a ponerse de manifiesto la importancia de recurrir al atajo del maltrato subjetivo indemostrable. Algo, además, alineado con el bloque ideológico que fortifica la victimización de la mujer y promueve su co-dependencia, siempre a través de malabares lingüísticos con los que estamos familiarizados, empezando por el empoderamiento.
De igual modo que el discurso oficial se ofusca, a veces con notable virulencia, en despreciar el debate sobre las denuncias falsas etiquetando este fenómeno como bulo, quizá haya que empezar a hablar, por igualarlo en términos llanos, de los y las negacionistas de los falsos acusados, que son una triste mayoría. Se trata de una discusión pantanosa, que atañe igual a la semántica y la estadística básica. También esto lo saben las fuerzas acusadoras, que remarcan la diferencia entre denuncias archivadas (recuerdo, sobre el 75% de media) y las condenadas como falsas (el 0,01% sobre el total de las interpuestas). Para Alsedo, el de la violencia de género no es en cambio un problema sobredimensionado, sino «instrumentalizado». Y refiere a los casos que ya son conocidos: «sobre todo para ganar metros en los casos de separaciones, pero también para polarizar políticamente en tiempos en los que la política está huérfana de ideas. Y es un problema serio, que forma parte de otro mayor: el incivismo, la falta de respeto y la evidente depreciación de los valores en una sociedad que, sin religión en la mano, necesita credos».
Lo peor es que esta batalla a propósito de la desproporcionalidad de la LO 1/2004 nos distrae de la trágica guerra esencial: los casi 20 años en vigor, los efectos de las políticas específicas de protección contra la violencia de género siguen siendo inquietantemente discutibles. El número de mujeres asesinadas se mantiene casi inalterable; el año pasado sólo 20 de 49 (el 41%) habían interpuesto denuncia previa, cifra aún más baja en 2021 (9 de 43, es decir, el 20%). Las medidas de protección contempladas se manifiestan ineficaces para proteger la vida de las mujeres, aunque suelan ser muy efectivas para lograr, por ejemplo, cierta ventaja en procesos de separación —y no digamos ya en los casos en los que se dirimen custodias de hijos en común—. Lo que sí mantiene una línea ascendente desde 2004 son los suicidios en varones, que según datos del INE ha duplicado sus números desde la entrada en vigor de dicha ley. Quizá sea hora, visto lo visto, de abrir también ese melón.