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MANUEL GARCÍA-PELAYO VERSUS MONTESQUIEU (II)

Una posible (y realista) teoría de la división de poderes que adapta los principios clásicos al Estado de partidos

  1. La división de poderes como una constante de Occidente. Montesquieu se somete a crítica.

Ya se han ido apuntando (primera parte del artículo) algunas cuestiones de la teoría de Montesquieu para mostrar que su modelo no es que muriese (Alfonso Guerra dixit) sino que, en puridad, nunca llegó a nacer tal cual lo esbozó. Empero, seguramente por no tomarse la molestia de leer al ilustrado francés, pero repetir machaconamente su nombre, su teoría fue elevada a dogma. Y al devenir en una cuestión pseudorreligiosa, apunta García-Pelayo, Montesquieu y sus ideas entraron «en el proceso de vulgarización y bastedad a que el destino condena todo gran pensamiento»[1].

No obstante ser distintos los poderes sociales de los siglos XVIII y XIX de los de los siglos XX y XXI, la teoría constitucional reflejada en los textos constitucionales actuales sigue básicamente el modelo del barón distinguiendo entre Poder Ejecutivo, Legislativo y Judicial, atribuyendo a cada uno unas competencias perfectamente delimitadas. Por ello, es imperioso someter su teoría a examen. 

En la tradición Occidental de gobierno limitado, evoca el primer presidente del Tribunal Constitucional, la división de poderes ha sido «una constante de la praxis y de la teoría política, si bien, naturalmente, toma distintas modalidades según las distintas épocas o coyunturas»[2]. La división de poderes existe en Occidente desde Platón, Aristóteles y Polibio —con su tesis del gobierno mixto recepcionada ulteriormente por la escolástica— y llega hasta nuestros días. Lo único que ha variado es la racionalidad del modelo de división de poderes al adaptarse «a las condiciones políticas y a los supuestos culturales de cada tiempo»[3]. Dicho de otro modo, hubo una división de poderes feudal, otra estamental, etc., y, más recientemente, una liberal. Pero esta última ya no es suficiente; es menester su actualización. 

Lo nuevo que introdujo Montesquieu fue la atribución de una función distinta a cada poder del Estado basándose en el principio de división del trabajo. Asimismo, para sustentar su teoría, tuvo en cuenta el sustrato sociológico. Partió de los poderes sociales de su época (rey, burguesía y nobleza). Por su abstracción, pareciera que la teoría es aplicable para todo Estado. Y, por último, tiene un fin bien definido: garantizar la libertad. Para conseguir este objetivo, como el poder tiende a incrementarse, un poder debe contrapesar a otro poder a fin de conseguir el equilibrio.

Según García-Pelayo, para construir su modelo, Montesquieu se basó en las Regulae Philosophandi de Newton y lo que creía percibir en Inglaterra. En otras palabras, formula un modelo de equilibrio de poderes surgido «de una síntesis entre la observación empírica y los principios de la mecánica de Newton»[4]. El jurista español destaca la racionalidad del modelo del ilustrado, mas señala que la vulgarización a la que ha sido sometido flaco favor le ha hecho.

En primer lugar, los epígonos de Montesquieu —que llegan a nuestros días sin haberlo leído— confunden «un modelo con un dogma» y yerran al hablar de separación en vez de distinción[5]. Jamás puede haber «separación de poderes», ya que el poder del Estado se caracteriza por la unidad. Hay diferentes funciones o potestades que ejercen los distintos órganos, pero un solo poder. El poder del Estado es único e indivisible. Nunca se repetirá bastante que es, pues, incorrecto hablar de separación, puesto que el poder es uno —el del Estado— y varias sus potestades; no hay una pluralidad de poderes, sino unidad del poder estatal. Hay que considerar al poder público como un todo «del que cada uno de los poderes específicos es una rama»[6].

En segundo lugar, han surgido nuevos poderes y nuevas funciones en los poderes clásicos con los que Montesquieu no podía contar[7]: i) la Administración es un auténtico poder consolidado tras la Revolución Francesa y la consiguiente eliminación de los cuerpos intermedios (Iglesia, principalmente) que ejercían potestades públicas (enseñanza, beneficencia), y que tras la Revolución pasan a manos de la Administración, quien cuenta con jurisdicción y poder normativo propios. ii) Para Montesquieu, el Poder Judicial es «nulo» como poder, pero, como demuestra el desarrollo jurídico de los últimos doscientos años, esto es incorrecto; el Poder Judicial es un auténtico poder que cuenta con un cuerpo de jueces permanentes encargados de impartir justicia; el juez jurista crea derecho, es más que la simple boca de la ley; ergo, los jueces se han convertido en un verdadero poder que limita a los otros poderes previstos por Montesquieu. iii) El Gobierno, apoyado en la tecnoburocracia estatal, legisla en el Estado social mediante una legislación flexible, dinámica y tecnificada, pues, a diferencia del Estado liberal, el Estado de nuestro tiempo es un Estado de prestaciones y, por consiguiente, el Gobierno debe intervenir en la sociedad creando las condiciones óptimas dictando una legislación técnica que el Parlamento es incapaz de elaborar. iv) La aparición de los partidos políticos hace que desaparezca la independencia entre Ejecutivo y Legislativo, ya que ambos órganos del Estado están bajo el poder del partido o coalición mayoritaria —cuestión que resultaría impensable para el autor francés, esto es, que pudiese haber algún poder extraestatal que controlase los poderes del Estado—. 

En síntesis, el modelo ideado por Montesquieu fue válido para su época, mas no es posible aprehender el presente con él. Amén de que es necesario desdogmatizarlo, pues no es ni el único modelo existente ni tampoco el más importante. Como dice García-Pelayo: «La división de poderes sin ulterior especificación es un fenómeno y un concepto que transciende a cualquiera de sus versiones históricas, incluida la de Montesquieu. (…) No hay un modelo patentado, ni un dogma de la división de poderes, sino que esta tiene en cada tiempo sus propias peculiaridades de actualización»[8].

Conviene, por tanto, actualizar el modelo al Estado de nuestro tiempo.

2. La teoría de la división de poderes en el Estado de partidos de García-Pelayo

Partiendo de la realidad política de nuestro tiempo, García-Pelayo diseña un modelo pluralista de la división de poderes[9]. El jurista español rescata todo lo que hay de salvable en el esquema de Montesquieu y lo incorpora a su teoría actualizando, de este modo, la trinidad clásica al Estado contemporáneo.

El Estado de nuestro tiempo es un Estado de partidos. Denominación que expresa que los partidos son los actores políticos más importantes e influyentes en la toma de decisiones estatales. Mas las organizaciones partidarias insertan mutaciones en la teoría clásica. Los partidos desdibujan la división entre Ejecutivo y Legislativo, ya que, a pesar de tener diferentes competencias formales en el plano de la Constitución, materialmente uno y otro órgano del Estado están subordinados al partido o coalición mayoritaria. Asimismo, la acción de los partidos y, por ende, del Estado, está condicionada por otros actores políticos que no han sido constitucionalizados (lobbies, grandes empresas, ONG). Por lo tanto, para elaborar un esquema válido hay que tener en cuenta tanto los poderes que gozan de investidura jurídica como aquellos que operan sin estar juridificados.

Partiendo de lo anterior, según García-Pelayo, es posible distinguir los siguientes poderes en nuestro tiempo:

  1. División entre la esfera de la acción del Estado y la esfera de la sociedad libre de injerencias del primero. Según el jurista español, «la distinción de poderes entre la sociedad y el Estado es la división primaria, es el factor constitutivo de un orden político libre, factor que sirve de supuesto y orientación a otras divisiones»[10]. Frente a un Estado cada vez más interventor, es necesario un órgano que controle la constitucionalidad de la acción estatal para que no interfiera y controle absolutamente toda la vida social.
  2. División entre poder constituyente y poderes constituidos. Esta marcará toda la vida del texto constitucional. Los poderes constituidos deberán actuar dentro de los límites de la decisión constituyente. Si existe una jurisdicción constitucional, su función esencial será garantizar permanentemente esta división.
  3. División horizontal de poderes. Coincide, con muchos matices, con la de Montesquieu. Porque, en primer lugar, el Ejecutivo legisla y el Parlamento lleva a cabo más funciones que las legislativas. «Por consiguiente, lo que caracteriza la división de poderes no es que a cada poder u órgano constitucional le corresponda una función, sino que a cada uno de ellos le corresponde un complejo de competencias para cumplir o participar en el cumplimiento de determinadas funciones»[11]. En segundo lugar, debido a la acción de los partidos políticos, la trinidad clásica de poderes queda reducida a una dualidad donde están en pugna el Parlamento y el Ejecutivo, de un lado, contra la judicatura ordinaria y, si existe, la constitucional, de otro lado. Y en tercer lugar, la división horizontal no se reduce a la trinidad —o dualidad— clásica, sino que, en los Estados descentralizados, también comprende la pugna entre los entes descentralizados (por ejemplo, comunidad autónoma X vs. comunidad autónoma Y).
  4. División vertical. La Administración del Estado de nuestro tiempo está descentralizada para ser más eficaz. Puede ir desde una descentralización mínima (se limita a ejecutar las leyes y reglamentos de la Administración central) hasta una descentralización que confiera autonomía política (puede legislar y autorregularse, y tiene representación en la Cámara de representación territorial del Estado). La mayor lucha se dará cuando el ente descentralizado esté en manos de un partido político distinto del partido que gobierna el Estado central (los continuos conflictos entre el Gobierno central socialista y la Comunidad Autónoma de Madrid popular constituyen un buen ejemplo).
  5.  División temporal. Los cargos políticos son nombrados para un tiempo determinado. Se trata de garantizar que la voluntad entre representantes y representados no difiera en demasía por un transcurro de tiempo excesivo. Esta división también alcanza a los estados excepcionales, que «solo pueden ejercerse durante un plazo limitado»[12].
  6. Las tecnoburocracias del Estado. Formalmente, las más altas jerarquías administrativas están al servicio del Ejecutivo, pero materialmente condicionan la toma de decisiones debido a los conocimientos técnicos que atesoran En otras palabras, la Administración condiciona la acción del Ejecutivo al hacerle ver la viabilidad o inviabilidad de llevar a cabo la empresa que propone. Por consiguiente, la relación entre Gobierno y Administración en el Estado actual no es una relación de subordinación, sino de retroalimentación.
  7. Los medios de comunicación de masas. El «cuarto poder» para algunos. Están destinados a crear la opinión pública y a influir en la orientación política de las masas.
  8. Organizaciones de intereses (lobbies, sindicatos mayoritarios, asociaciones empresariales y macroempresas). Pertenecen a la esfera extraestatal mas tienen capacidad de interferir en las decisiones del Estado que ejercen, habitualmente, a través de los partidos.
  9. Partidos políticos. Son asociaciones de derecho privado pero que realizan, de facto, potestades públicas. Habría que hacer un distingo entre partido o coalición mayoritaria gobernante, de un lado, y oposición minoritaria, de otro, ya que solo los primeros tienen la posibilidad de ejercer tales potestades públicas a través de los órganos del Estado (Parlamento y Gobierno).

En resumen, el Estado de nuestro tiempo es un complejo conjunto de órganos e instituciones muchas veces en lucha. Pugnas que pueden desarrollarse al margen de criterios jurídicos (verbigracia, cesiones de competencias a los entes territoriales a cambio de cierto apoyo político en el Legislativo estatal). Y tales luchas, que no se limitan a los tres poderes clásicos, contribuyen a lograr el equilibrio en el Estado de nuestro tiempo[13].

II. Algunas conclusiones

  1. Los principios de la teoría clásica de la división de poderes son válidos. Es necesario que un poder frene a otro poder pues solo mediante el equilibrio de poderes es posible un orden político libre. Sin embargo, esto no es exclusivo del esquema de Montesquieu, a pesar de que su modelo sea más racional que los anteriores, sino que es una constante en la tradición Occidental de Gobierno limitado. En otras palabras, no hay un modelo de división de poderes patentado que sea válido para toda época, sino que, en cada momento histórico, debe buscarse el equilibrio teniendo en cuenta los poderes sociales vigentes.
  2. El modelo de García-Pelayo clarifica que la teoría de Montesquieu no sirve para comprender la realidad política actual. Porque, como explica el jurista español, Montesquieu «ignora la existencia de otros poderes y, en general, las transformaciones en el funcionamiento del sistema estatal»[14]. Por un lado, han surgido nuevos poderes inimaginados por el ilustrado galo (grandes empresas, medios de comunicación de masas, etc.) y, por otro lado, la acción de los partidos políticos desdibuja el esquema clásico. En primer lugar, el control entre las Cámaras y la fiscalización del Legislativo al Ejecutivo quedan reducidos al control que los partidos minoritarios de la oposición ejercen sobre el partido o coalición mayoritaria gobernante. En segundo lugar, la trinidad clásica se ve reducida, en el Estado de partidos, a una dualidad constituida por el Gobierno y el Parlamento, bajo el dominio del partido o colación mayoritaria, de un lado, y el Poder Judicial, de otro. Por ello, es imperioso conseguir la independencia del Poder Judicial. Independencia respecto de las partes, del pueblo y del poder. «Es preciso —remarca García-Pelayo— que su independencia respecto a los otros poderes no sea solamente formal, sino también real, es preciso que los jueces constituyan un estamento profesional no solo competente, sino totalmente al margen de los criterios e intereses políticos»[15].
  3. Junto a la jurisdicción ordinaria, García-Pelayo otorga una función esencial a la jurisdicción constitucional. En su opinión, un Tribunal Constitucional independiente es el único control real y efectivo a la acción de los partidos que ocupan los puestos de mando en el Estado. Solo esta jurisdicción puede asegurar la división de poderes de nuestro tiempo. Por ejemplo, garantiza, mediante el recurso de amparo, la división entre la esfera de la acción del Estado y la esfera de la sociedad libre de las injerencias del primero o, por ejemplo, garantiza la división vertical de poderes entre el poder central y los poderes descentralizados mediante el recurso de inconstitucionalidad. Lección importante que nos deja alguien que sabía bien de lo que hablaba. Lástima que no se sigan sus indicaciones.
  4. En definitiva, el modelo división de poderes de Montesquieu forma parte, en nuestros días, de un sistema mucho más complejo de equilibrio de poderes. La tarea fundamental es conseguir una independencia judicial real y efectiva que fiscalice el omnímodo poder del partido o coalición gobernante[16]. Para el objeto de este estudio, el autor estará conforme si ha conseguido desmitificar la teoría del ilustrado francés y, asimismo, proponer un modelo de división de poderes que tenga en cuenta la realidad social y política de nuestro tiempo.

[1] García-Pelayo, Manuel, «Algunos temas de Derecho constitucional contemporáneo», Madrid, CEPC, 2009, t. III, p. 2816.

[2] García-Pelayo, Manuel, «La división de poderes y la Constitución venezolana de 1961», Madrid, CEPC, 2009, t. III, p. 2879. Sobre la tradición Occidental de Gobierno limitado, véase, Negro, Dalmacio, La tradición liberal y el Estado, Madrid, Unión Editorial, 2011.

[3] García-Pelayo, Manuel, «División de poderes», Madrid, CEPC, 2009, t. III, p. 2935.

[4] García-Pelayo, Manuel, «La división de poderes y la Constitución venezolana de 1961», Madrid, CEPC, 2009, t. III, p. 2880. Respecto de Montesquieu y Newton, García-Pelayo toma la idea de Cassirer. Véase, asimismo, sobre Newton y Montesquieu el libro de Bueno, Gustavo, Panfleto contra la democracia realmente existente, Madrid, La Esfera de los Libros, 2004, pp. 120 y ss.

[5] García-Pelayo, Manuel, «La división de poderes y la Constitución venezolana de 1961», Madrid, CEPC, 2009, t. III, p. 2881. García-Pelayo toma la idea de Schmitt, quien señala que lo adecuado es hablar de «distinción», no de separación. Cf. Schmitt, Carl, Teoría de la Constitución, Madrid, Alianza, 2019, p. 78.

[6] García-Pelayo, Manuel, «La división de poderes y la Constitución venezolana de 1961», Madrid, CEPC, 2009, t. III, p. 2889. García-Pelayo repite y repite esta idea a lo largo de su obra. Quizás sea lo que más le preocupaba de la vulgarización del modelo de Montesquieu, esto es, pensar que puede haber varios poderes separados dentro del Estado, lo cual es contrario al principio de soberanía, que es única e indivisible y caracteriza al Estado como unidad de acción y decisión (Heller).

[7] García-Pelayo, Manuel, «Algunos temas de Derecho constitucional contemporáneo», Madrid, CEPC, 2009, t. III, p. 2816 y ss.

[8] García-Pelayo, Manuel, «La división de poderes y la Constitución venezolana de 1961», Madrid, CEPC, 2009, t. III, p. 2882.

[9] El jurista español no ignora las teorías dualistas de la división de poderes. Estas teorías sostienen que, debido a la acción de los partidos, habría, en verdad, dos únicos poderes: el poder político compuesto por Parlamento y Gobierno bajo el control del partido o coalición mayoritaria, de un lado, y el poder fiscalizador compuesto por el Poder Judicial y, si existe, la jurisdicción constitucional, de otro. Las teorías dualistas, consideradas el summum por algunos, nacieron en Alemania a finales de los años cincuenta del pasado siglo y fueron defendidas, entre otros, por Werner Weber u Otto Bachof.

[10] García-Pelayo, Manuel, «La división de poderes y la Constitución venezolana de 1961», Madrid, CEPC, 2009, t. III, p. 2886.

[11] García-Pelayo, Manuel, «División de poderes», Madrid, CEPC, 2009, t. III, p. 2941.

[12] García-Pelayo, Manuel, «La división de poderes y la Constitución venezolana de 1961», Madrid, CEPC, 2009, t. III, p. 2884.

[13] Gráficamente, el modelo división de poderes de García-Pelayo sería:

En esta presentación (de elaboración propia) se percibe de un modo diáfano que han surgido multiplicidad de nuevos poderes, cuya pugna contribuye a lograr el equilibrio en nuestro tiempo. Se trata de un modelo más complejo que el de Montesquieu. Asimismo, actualmente, más que de división de poderes debería hablarse, en algunos casos, de cooperación y retroalimentación (por ejemplo, organizaciones de intereses/partidos/Gobierno, partidos/medios de comunicación, partidos que aspiran a tener representación/partidos con representación en las instituciones del Estado). Pues como sostiene García-Pelayo, debido a la cooperación del Estado y la sociedad, no es deseable una total división de poderes en el Estado social, sino que debería darse una «intervención concertada (y no separada) de los poderes del Estado». García-Pelayo, Manuel, Las transformaciones del Estado contemporáneo, Madrid, CEPC, 2009, t. II, p. 1628.

[14] García-Pelayo, Manuel, Las transformaciones del Estado contemporáneo, Madrid, CEPC, 2009, t. II, p. 1628.

[15] García-Pelayo, Manuel, «Algunos temas de Derecho constitucional contemporáneo», Madrid, CEPC, 2009, t. III, p. 2820.

[16] Recientemente, y básicamente sintetizando lo expuesto por el profesor Sosa Wagner en La independencia del juez: ¿una fábula? (La Esfera de los Libros, 2016), hemos planteado una posible reforma para España que, pensamos, coadyuvaría a liberar el Poder Judicial de las actuales influencias partidarias, Al respecto: Vila, Francisco. «La renovación del Consejo General del Poder Judicial: ¿una farsa?», La Gaceta, 28 de enero de 2024. Disponible en: https://ideas.gaceta.es/la-renovacion-del-consejo-general-del-poder-judicial-una-farsa/

Es graduado en Derecho con premio extraordinario y colegial del Colegio de España en Bolonia. Actualmente, profesor de teoría del derecho en la UAM.

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