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La próxima pandemia

Sólo el mercado de los antidepresivos suponía un volumen de negocio de más de 16.000 millones de dólares en 2022, y se espera que crezca

Hace unos días, Alejandro Sanz sorprendió a sus seguidores publicando un tuit en el que reconocía que no pasaba por un buen momento anímico.

El cantante ya había hablado en el pasado sobre su salud mental, sobre todo a raíz de un episodio durante un concierto en México en 2007 en el que estuvo a punto de desmayarse.

No es un caso excepcional. Poco después de publicar su tuit, James Rhodes, pianista célebre en España por la publicación del libro en el que denunció los abusos que sufrió de niño y los problemas mentales que padeció a causa de ello, le respondió con un emotivo mensaje.

En los últimos años, varios artistas y figuras públicas, como Dani Martín de El Canto del Loco o Pedro Pascal de The Mandalorian han hecho públicos sus problemas de salud mental para contribuir a visibilizarlos y romper así el tabú que acompaña a esta clase de padecimientos.

¿Qué le ha dado a todo el mundo con la salud mental?

A estas alturas de siglo, observar todo el ruido en medios sobre la salud mental como siguiente pandemia, y también el desfile de famosos haciendo públicos sus problemas en este ámbito, como fenómenos espontáneos, implica haberse pasado los últimos años sin prestar demasiada atención.

Y no es porque no haya ha habido motivos recientes para manifestar preocupación más que justificada por la salud mental de los millones de personas sometidos a medidas de excepción que han afectado gravemente a sus vidas personales, sus derechos y sus economías, con las lógicas consecuencias sobre su estado anímico.

Sin embargo, durante todo ese tiempo, no hemos leído anécdotas sobre un hermano al que el cierre de su restaurante hubiese mandado a la ruina o sobre la mujer soltera que tuvo que confinarse junto a sus dos hijos y perder así su empleo sumergido. Los famosos que asomaban era para aplaudir en el balcón o cantar el Imagine a coro:

Si la vergüenza ajena sanara, el ser humano a estas alturas ya sería inmortal.

Después de haber observado cómo se introducían en la agenda pública asuntos como la así llamada cultura de la violación o el calentamiento global (ahora cambio climático), merece la pena intentar aclarar de dónde viene y hacia dónde va esta nueva corriente.

Para ello me propongo analizar los presupuestos teóricos de los que parte, por un lado, y por otro especular sobre los objetivos que previsiblemente persigue.

La base teórica

En paralelo a la desaparición de los manicomios —en EE. UU.  en 1963 con una ley de Kennedy, en Italia en 1978, en España en 1986— y el desarrollo de nuevos fármacos para tratar las enfermedades mentales que permitieran hacer vida relativamente normal fuera de una institución psiquiátrica, se publicaron una serie de estudios que especulaban con la posibilidad de que detrás de algunos problemas psicológicos estuvieran ciertos desequilibrios químicos en el cerebro.

Así, por ejemplo, niveles bajos de serotonina serían la causa de la depresión común. La novedad de este enfoque es que permitía objetivar las pruebas diagnósticas de la enfermedad mental. Otra de sus ventajas consistía en acabar con la discrecionalidad de la psicoterapia y la divergencia de diagnósticos a que ésta daba lugar, que había sido objeto de multitud de críticas como las surgidas a raíz del experimento de Rosenhan.

El objetivo era que la comprensión de la química del cerebro acabase habilitando a los psiquiatras a tratar la enfermedad mental como cualquier otra enfermedad crónica o deficiencia fisiológica; como la falta de insulina para un diabético, o de vitamina C para un aquejado de escorbuto.

Esta nueva aproximación a la enfermedad mental resultaba lógicamente más rentable para la industria farmacéutica que la predominante desde el final de la Segunda Guerra Mundial, centrada en la psicoterapia.

La Década del Cerebro

El florecimiento de las llamadas neurociencias (en cuyo origen, por cierto, encontramos a un español, Santiago Ramón y Cajal), dedicadas al estudio del sistema nervioso, y muy en concreto al funcionamiento del cerebro, se vio asimismo impulsado por la necesidad de comprender mejor la función de los neurotransmisores en la fisiología y las patología del cerebro.

Cuando en 1988 se presentó el Proyecto Genoma Humano, que muy pronto empezó a dar resultados en la forma de mapas físicos y genéticos del genoma humano, se abrió todo un nuevo campo de aplicaciones médicas y biológicas.

Otro de los campos del conocimiento que se vio favorecido por esta revolución fue una rama especialmente prometedora de la psicología, la psicología evolucionista, inspirada por la revolución cognitiva de los años 50 y 60, que consistió en el descubrimiento de que la mente es un sistema computacional, lo que permitía caracterizar la mente no como una entidad única, sino como una serie de funciones (o módulos) especializadas para resolver determinados problemas adaptativos. Para la psicología evolucionista, el objeto de la psicología es el funcionamiento del cerebro (un órgano), y no ya la mente (una entidad).

Si el consenso era que la enfermedad mental era una enfermedad del cerebro, algo que siguiendo los postulados de todas estas escuelas es una pura tautología, centrarse en el tratamiento del cerebro para curarla resultaba lo más natural.

El desarrollo conjunto de estas áreas de conocimiento a partir sobre todo de los años 90 permitió una verdadera explosión en el campo del tratamiento farmacológico de los trastornos mentales.

Tanto es así que, entusiasmado por las posibilidades que todos estos avances abrían para la ciencia, el entonces presidente de EE.UU. George H. W. Bush se refirió a los años 90 como la Década del Cerebro.

Las consecuencias prácticas

La lucha por los derechos de los internados en los psiquiátricos condujo en algunos casos a una mejor socialización, pero en su gran mayoría provocó su paso a la mendicidad o la indigencia, cuando no a su internamiento pero en instituciones penitenciarias. Para el caso de la depresión, los novedosos enfoques para su tratamiento han logrado que se convierta en la primera causa de discapacidad en el mundo según la OMS, con 350 millones de personas aquejadas por alguna forma de depresión, y que represente el 7% de la mortalidad prematura en Europa.

En 1987, la Asociación Médica Estadounidense (AMA) incluyó a la adicción como una enfermedad, pero no fue hasta 2011 cuando la Sociedad Estadounidense de Medicina de la Adicción (ASAM, por sus siglas en inglés) definió la adicción como un trastorno cerebral crónico, no como un problema de comportamiento o el resultado de haber tomado malas decisiones.

Las aproximadamente dos décadas que van de un momento a otro reflejan el recorrido de la psiquiatría durante esos años, en los que muchos trastornos del comportamiento pasaron a ser considerados enfermedades del cerebro.

La búsqueda de la objetividad y la estandarización en los diagnósticos mentales fue también el motivo que llevó al psiquiatra Robert Spitzer a reorganizar el DSM-III (Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales) hasta convertirlo en el exitoso vademécum de la enfermedad mental que es hoy. La idea era que en el futuro pudieran incluirse una serie de biomarcadores como criterios diagnósticos, pero ya vamos por el DSM-5, y por el momento no hay rastro de ellos.

Como ironiza el médico e historiador de la psiquiatría Marco Ramos, «la psiquiatría sigue esperando a su Godot biológico».

En palabras de Allen Frances, psiquiatra responsable de la redacción del DSM-IV:

A la vez que estamos sobretratando a personas que no lo necesitan, estamos ignorando terriblemente a los que están gravemente enfermos, que desesperadamente necesitan mayor acceso al cuidado y una vivienda digna.

El psiquiatra Anthony Daniels (más conocido por su pseudónimo Theodor Dalrymple) señala un detalle importante:

Para que el médico reciba el reembolso de la compañía de seguros, debe encajar al paciente en una categoría, y el DSM sigue añadiendo más. La nueva edición (DSM-5) incluye el trastorno por acaparamiento, el trastorno por penetración, el trastorno por control de impulsos y el trastorno por ludopatía. Se podría decir que yo tengo un «trastorno de compra de libros» porque no puedo pasar por una librería sin comprar uno.

Que el 69% de los encargados de la redacción de este manual reconozca vínculos con la industria farmacéutica no ayuda a despejar las sospechas sobre esta hiperinflación diagnóstica.

Por su parte, Thomas Insel, el antiguo director del Instituto Nacional de Salud Mental (NIMH) norteamericano y enfático defensor de las aproximaciones genética y biológica a la salud mental, explicaba, con la distancia necesaria para evaluar los logros de esa peculiar década prodigiosa:

Pasé 13 años en el NIMH impulsando la neurociencia y la genética de los trastornos mentales, y cuando miro hacia atrás me doy cuenta de que, aunque creo que conseguí que científicos geniales publicaran un montón de artículos muy interesantes a un coste bastante elevado —creo que 20.000 millones de dólares—, no creo que hayamos avanzado en la reducción del suicidio, la reducción de las hospitalizaciones o la mejora de la recuperación de las decenas de millones de personas que padecen enfermedades mentales.

Resumiendo, podríamos decir que con un presupuesto anual de 1.300 millones de dólares, el NIMH ha tenido capacidad de maniobra para ayudar a muchas personas, pero lamentablemente ninguna de ellas era un paciente aquejado de una enfermedad mental.

Así lo confirma Allen Frances:

El resultado final de estos últimos 30 años es una aventura intelectual apasionante, una de las piezas científicas más fascinantes de nuestra vida, pero no ha ayudado ni a un solo paciente.

Cui prodest?

Cabe preguntarse a quién han estado ayudando entonces durante todos estos años.

Tras dejar el NIMH, a Thomas Insel, por ejemplo, lo fichó Alphabet (empresa matriz de Google) para Verily, su división dedicada a las ciencias biológicas, que se dedica, entre otras cosas, al fenotipado digital, una nueva forma de clasificación que ya no usa marcadores biológicos, sino digitales, a través del uso que los usuarios hacen de sus teléfonos móviles y los llamados wearables, para el diagnóstico psiquiátrico, entre otros. Al salir de Verily montó su propia start-up, Mindstrong, con sede en Palo Alto y dedicada a lo mismo.

La trayectoria de Insel ilustra la estrecha relación entre científicos de la academia, medios de comunicación que los convierten en superestrellas, empresas tecnológicas que les dotan de fondos y medios casi ilimitados para llevar a cabo investigaciones que derivan en innovaciones tecnológicas, y por último los poderes públicos, que aplican algunas de esas enseñanzas y funcionan también como proveedores de fondos.

En 2019 el gobernador de California lo nombró «zar de salud mental y del comportamiento» para ayudarle a reorganizar el sistema de salud mental y del comportamiento del estado, con resultados discretos.

A la industria farmacéutica, por su parte, no le ha ido mal. Sólo el mercado de los antidepresivos suponía un volumen de negocio de más de 16.000 millones de dólares en 2022, y se espera que crezca hasta superar los 21.000 millones de dólares en 2026. El volumen del mercado de los psicofármacos ha aumentado cada año, incluso a pesar de que la investigación de base está prácticamente estancada desde los años noventa y apenas recibe nuevos fondos. La mayoría de los nuevos medicamentos son compuestos que buscan replicar el efecto de otros ya conocidos, muchas veces debido a que se trata de medicamentos genéricos o con patentes de próximo vencimiento. Aunque el consumo de psicofármacos no para de crecer, las farmacéuticas llevan años desplazando recursos hacia la investigación genética, con mayor potencial a futuro.

Pero como en muchos otros casos, para cuando los promotores de una tendencia han tomado ya otros derroteros, la inercia de su empuje inicial sigue produciendo efectos durante algunos años en quienes siguen sus antiguas indicaciones.

España, en concreto, es el primer consumidor del mundo de benzodiacepinas, psicotrópicos de efecto sedante. El derivado al que más se recurre es el diazepam (marca comercial Valium), y solamente de 2020 a 2021 su consumo creció un 110%. El consumo de antidepresivos, por su parte, creció un 10% en el mismo período hasta los 4.2 millones de tratamiento mensuales, un 7% para los antipsicóticos (1.37 millones de tratamiento mensuales) y un 6% para los tranquilizantes (5.1 millones de tratamiento mensuales).

El 12,74% de los españoles mayores de 15 años presentan sintomatología depresiva de distinta gravedad, y la frecuencia es prácticamente el doble en mujeres (16,32%) que en hombres (8,94%) en todos sus grados de severidad.

España es, además, el cuarto consumidor de fentanilo del mundo, por detrás de EEUU, Alemania y Reino Unido. Este es el opioide responsable de la reciente epidemia de muertes por sobredosis en Estados Unidos. Su consumo en España se ha multiplicado por cuatro en el período 2020-2022.

Después de la ola de entusiasmo inicial con los desequilibrios químicos en el cerebro y los marcadores genéticos y biológicos para resolver la etiología de las enfermedades mentales, esta explicación teórica apenas ha presentado resultados dignos de tal nombre, como reconocen hasta sus más convencidos defensores.

Un estudio reciente, que ha revisado estudios en que participaron más de 100,000 personas para evaluar el rol de la serotonina en la depresión desde muchos ángulos distintos, concluye que no hay diferencias en los niveles de serotonina en la sangre ni en los fluidos cerebrales entre las personas sanas y las deprimidas; ni siquiera cuando hay diferencias genéticas en la forma en que las personas procesan la serotonina.

Hay algo todavía más sorprendente en relación con este estudio, y es que la literatura científica al respecto del tema sigue dando por hecha la relación entre depresión y niveles bajos de serotonina, y los protocolos médicos actúan en consecuencia. Un estudio en 2005 ya alertaba sobre la desconexión entre la información contenida en la publicidad de ciertos psicofármacos con la literatura científica disponible sobre el particular.

Lo que sigue es un anuncio en televisión de Zoloft, un antidepresivo comercializado por Pfizer que ha generado unos 30.000 millones de dólares desde su lanzamiento en 1991:

No es extraño que tanto en la comunidad profesional como entre el público en general haya calado la idea de que muchos de los problemas psicológicos, y en concreto la depresión, se explican por desequilibrios químicos en el cerebro. Las encuestas sugieren que 4 de cada 5 personas creen que la depresión es provocada por un desequilibrio químico.

Pese a ello, muchos psiquiatras afirman (hoy) que el consenso alrededor de esa teoría no es más que una leyenda urbana

La controversia ha llegado hasta unos niveles de refinamiento que el mismo autor del estudio que concluye que niveles bajos de serotonina en el cerebro no causan depresión se ha visto forzado a publicar otro estudio para analizar si el desequilibrio químico como causa de la depresión es una «leyenda urbana». En sus palabras:

El análisis sugiere que, a pesar de las protestas en contra, la profesión [médica, los psiquiatras en concreto] tiene cierta responsabilidad en la propagación de una teoría que tiene poco apoyo empírico y en la prescripción masiva de antidepresivos que ha inspirado.

Desde la perspectiva que nos ocupa, la salud mental, el proceso estaría bien caracterizado como una luz de gas mundial, algo sobre lo que también tenemos experiencia reciente:

En cuanto a los marcadores biológicos o genéticos de la enfermedad mental, muy señaladamente de la esquizofrenia y el trastorno bipolar, después de décadas de investigación y millones de dólares invertidos en su descubrimiento, el mejor resumen lo hacen los psiquiatras Rutter y Uher:

en la era de los estudios de asociación de todo el genoma, los trastornos psiquiátricos se han distinguido de la mayoría de los tipos de enfermedades físicas por la ausencia de asociaciones genéticas fuertes.

Debido a ello y al próximo vencimiento de muchas de las patentes de los medicamentos desarrollados al calor de esas explicaciones, la industria farmacéutica está paulatinamente abandonando el sector en busca de nuevos mercados con mayor potencial.

Sin embargo, los tratamientos farmacológicos justificados por todas estas teorías pendientes de demostración siguen gozando de una salud excelente. Más allá del beneficio económico, ¿qué podría estar buscándose con ello?

Cui prodest scelus, is fecit [1]

La pista nos la da Anthony Daniels, que destaca el aspecto moral de tratar con medicamentos a gente que no los necesita amparándose en un diagnóstico dudoso o excesivo:

Decir «deprimido» en lugar de «infeliz» significa que alguien tiene que curárnoslo. El uso de antidepresivos es el equivalente moderno de exorcizar espíritus alienígenas.

En opinión del doctor, lo pernicioso de centrarse en la enfermedad en lugar de en el paciente es que le exime de responsabilidad personal sobre problemas que podrían tener defectos del propio carácter o malas decisiones vitales en su origen. En ese sentido, la psicología se convierte en una herramienta para desfundamentar la moral.

No es culpa nuestra si somos obesos, por ejemplo. Es una enfermedad. La culpa es de los fabricantes de alimentos y de los restaurantes. Las raciones son demasiado grandes.

Alguien que hasta su retiro trabajaba como psiquiatra en una prisión está obviamente al corriente de que existen auténticos trastornos mentales, algunos muy graves, pero señala que precisamente estos son los que menos atención reciben.

El mal comportamiento puede ser el resultado de una auténtica enfermedad mental o física, pero sólo en un pequeño porcentaje de casos.

El mal comportamiento, por tanto, no se debe en general a desequilibrios químicos en el cerebro, genes defectuosos, choques evolutivos con una vida moderna o traumas de la infancia, sino a decisiones y elecciones conscientes de las personas responsables de él.

De manera similar, los problemas anímicos de la población en general no constituyen enfermedades sin diagnosticar, sino que en muchas ocasiones tienen origen en circunstancias de la vida que sólo la persona que las padece puede, en la medida que sea, analizar o intentar solucionar, con o sin ayuda.

Y no obstante, esta narrativa de corte neurocientífico y biologicista ha servido para internalizar un problema externo. Si antes eran una serie de fenómenos de la vida los principales sospechosos de causar el malestar psicológico, ahora es el propio organismo —por razones que se sustituyen por causas físicas y que ya no tiene por tanto interés analizar más allá de su función fisiológica— el que produce la patología debido a una serie de desequilibrios internos.

Partamos por un momento de la hipótesis contraria: si es el mundo el que se hubiese vuelto loco, y las diversas formas de malestar que produce en sus habitantes fuesen la señal de que hay algo dentro del hombre, llamémoslo su naturaleza, que se rebela ante esa locura y da síntomas, ¿no sería tratar esos síntomas con una pastilla y explicarlos por factores internos a la propia persona una forma de borrar las huellas de ese proceso? ¿No constituiría una forma de complicidad con los poderes responsables de instaurar esa locura en el mundo? ¿De matar precisamente al mensajero, que es aquello que indica que algo no va bien?

No estoy diciendo que todos los psicólogos sean como los que, habilitados por su colegio profesional, fueron a Guantánamo a participar personalmente en las torturas a presos ilegales y a redactar los protocolos para futuras torturas, porque eso sería exagerar.

Sólo afirmo que insistir en teorías que después de décadas y millones de euros invertidos en su desarrollo no han logrado demostrar sus premisas, y que dan muestras de haber causado daños objetivos tanto en términos sociales como individuales, se parece más a lo que sin salirnos del entorno psicológico estaría bien catalogado como síndrome de Munchausen por poderes, en lugar de como sana expresión del espíritu científico o alegre ánimo filantrópico.

Seguro que sobre esto también les sonarán cosas.

Y también que si la salud mental es la condición que permite a una persona ver la realidad tal y como es, cualquier acción destinada a enturbiar esa visión supone un ataque a su salud mental. Un ataque del que conviene defenderse.

Si alguien por ejemplo tratara de convencerle contra toda evidencia de que existe un grupo integrado por todos los hombres que se coordina para acabar con la vida de las mujeres por el hecho de serlo, esquema implícito en el sintagma terrorismo machista, sería obviamente un ataque a la propia cordura, un intento de enajenación que posiblemente causara efectos entre la población masculina. Si además esto se acompañara de medidas legales que partieran de esa premisa, lo lógico sería esperar un malestar todavía peor, como por ejemplo un aumento sostenido en las cifras de suicidio masculino desde 2004 en adelante.

Pese a ello, uno puede escuchar estos mensajes a diario en calidad de realidades asentadas por parte de instituciones y autoridades públicas, algo que atenta gravemente contra su estabilidad mental.

En un futuro próximo, no es descartable que haya una pastilla para ayudarle a pasar el día, otra para dormir, otra para rendir a buen ritmo en el trabajo, etc. Todo con la normalidad exigida por el homo festivus. En un caso extremo, podrá acogerse a alguna clase de baja con sólo reconocer que es usted quien tiene una enfermedad mental, y para el desafortunado caso de que lo suyo ya no tenga remedio, podrá optar por una asistencia de calidad para acabar con su vida sin sufrir.

Aunque la metáfora más habitual para criticar nuestro presente es el 1984 de Orwell, la situación descrita se ajusta mejor al Mundo Feliz de Huxley, una novela asombrosamente ajustada en sus predicciones.

Tiene un mayor recorrido explicativo porque por un lado recoge mejor el espíritu de jovialidad narcótica que preside la sociedad actual, más que la opresión cruda que respira la obra de Orwell, y también porque fue un hermano de Huxley, Julian, uno de los pioneros en proponer las transformaciones sociales que su hermano había descrito con maestría. Lo que para un hermano era una distopía, para el otro era un programa científico-político.

En palabras de Aldous Huxley:

Si uno quiere preservar su poder indefinidamente, tiene que conseguir el consentimiento del sometido a él, y esto lo harán en parte mediante drogas, y también, como he descrito en Un Mundo Feliz, puenteando el pensamiento racional del hombre y apelando a su subconsciente y su emoción más profunda y su fisiología incluso, y así hasta hacerle realmente amar su esclavitud; quiero decir, creo que este es el peligro: que en realidad puede que la gente de alguna manera esté feliz así

Existe desde hace tiempo una corriente llamada farmacología cosmética, que aboga por introducir las drogas como accesorios válidos para la vida ordinaria, y es probable que bajo ese nombre o con la modalidad o la justificación que sea la veamos implantarse en los próximos años.

En este breve e interesante reportaje del NYT sobre la revolución que supuso el Prozac se resumen sus principios:

«Soy del Gobierno y aquí estoy para ayudar»

Curiosamente, son los responsables de los ataques más fuertes al sentido de la realidad que forma parte de cualquier persona sana los que se presentan como adalides de la salud mental, desde los poderes políticos a la OMS, que hasta tiene una rama específica de salud mental en la que subraya su relación con el cambio climático.

La Confederación de Salud Mental en España, por su parte, ha puesto en marcha una página web para mostrar las acciones que desarrollan para colaborar con los objetivos de desarrollo sostenible de la Agenda 2030.

Las mismas instituciones que abogaban por las durísimas medidas sanitarias que han logrado que en España el suicidio sea la principal causa absoluta de muerte en España entre los 15 y los 29 años, o que se haya duplicado la tasa de suicidios de menores de 15 años en el período post-COVID, entre 2020-2022, son las que ahora emiten mensajes de preocupación por la salud mental de la población. La OMS tiene un programa especial dedicado a la misma salud mental que ellos han contribuido a empeorar dramáticamente.

Canadá, que se ha destacado por la severidad de las medidas a adoptar cuando lo que estaba en juego era el bien de sus ciudadanos, ha sido también de los primeros en poner en marcha una página web de asistencia mental gratuita las 24 horas del día.

Pero si la página web no fuera suficiente, se prevé que la enfermedad mental habilite en el futuro para solicitar la muerta con asistencia médica bajo el programa MAID, aunque hasta marzo de 2024 hay una moratoria para este tipo de enfermedades mientras se estudia el modo en que finalmente quedará redactado el protocolo.

Es decir, que hasta marzo de 2024, por lo menos, ninguna persona cuya única patología sea mental podrá solicitar asistencia para acabar con su vida en Canadá. Otros colectivos, como las personas discapacitadas o aquellas cuyos medios económicos son insuficientes para mantenerse sí pueden optar a este programa, como ha denunciado The Spectator.

La propuesta de Íñigo Errejón es más original. Además del permiso laboral de hasta 15 días para atender a personas en riesgo de quitarse la vida para el que logró el apoyo unánime de la Cámara, ha sugerido que trabajar menos horas sería un método eficaz para mejorar la salud mental de los españoles.

Errejón ha ido más allá y en una entrevista con Yo Dona ha procedido, en sus palabras, a salir del armario y reconocer que lleva meses yendo a terapia:

Estoy aprendiendo a no esconder mis vulnerabilidades, a decir «no puedo», «no lo sé», «no sé cómo». Porque así podré pedir consejo, pedir ayuda o pedir un abrazo. Poco a poco voy reconociendo mis debilidades, algo que, creo, es un grado supremo de fortaleza. De la misma manera que no nos da vergüenza decir que nos duele la tripa, no nos debe dar vergüenza decir que nos duele el alma… Y soy ateo, ¿eh?

Una de las más señeras activistas sobre la salud mental, Lady Gaga, ha mostrado su apoyo a uno de los pocos proyectos que siguen teniendo en común los príncipes Guillermo y Enrique de Inglaterra, la iniciativa Heads Together, destinada también a romper el tabú de la salud mental y recabar apoyos para los que la sufren.

Lady Gaga propone luchar contra el estigma asociado a la medicación. Su historia recuerda mucho a la de James Rhodes: la cantante, víctima de una violación a los 19 años, ha padecido síndrome de estrés postraumático, ansiedad, ha pasado por episodios de automutilación o depresión e incluso ha sufrido un brote psicótico, y es conocida su defensa del uso de fármacos como la olanzapina, un antipsicótico, para, en sus palabras, controlar su cerebro.

Fue justo la farmacéutica Lilly, dueña de la marca comercial más conocida bajo la que se comercializa la olanzapina, Zyprexa, la que llegó a un acuerdo con el Departamento de Justica norteamericano para pagar una multa de 515 millones de dólares, la mayor impuesta hasta aquel momento, y el acuerdo total incluía pagos por valor de 1.415 millones de dólares, tras declararse culpable de haber promocionado ese medicamento para usos no autorizados por la autoridad médica competente, algo muy parecido a lo que hacía Lady Gaga en aquella entrevista.

Pero la implicación de la cantante va más allá, y hace unos días ha anunciado su asociación con Pfizer para concienciar al público general sobre la migraña, que también padece.

Cito estos cuatro ejemplos porque tanto Justin Trudeau, presidente de Canadá, como el príncipe Enrique, Íñigo Errejón, y Lady Gaga, son también férreos defensores de los derechos de los niños trans, a los que se recomiendan tratamientos que no sólo incluyen fármacos con efectos que pueden ser permanentes como bloqueadores de hormonas, sino también intervenciones quirúrgicas igualmente irreversibles y de consecuencias dramáticas para el resto de sus vidas, como mastectomías, histerectomías o vaginoplastias.

Una curiosa forma de defensa de la salud mental; la de los más débiles, en este caso.

El fin de la naturaleza humana

Dalmacio Negro describe en El mito del hombre nuevo el proceso de politización de la naturaleza humana como accesorio a un fenómeno histórico y filosófico de mayor calado, como es la sustitución de la religión por la política. La naturaleza humana solía ser un hecho dado, una premisa, pero la modernidad ha arrasado también con esta última frontera frente al poder estatal, caracterizado por su artificialismo.

Hobbes llamó a lo Stato de Maquiavelo el Gran Artificio mediante el cual se podría imponer el consenso social, fuente del êthos

Sin el concepto de naturaleza humana, continúa el profesor, los derechos humanos carecen de sentido. Entre los muchos factores que cita como coadyuvantes para disolver la creencia en una naturaleza humana universal, el último es el darwinismo, que juzga como la guinda que faltaba en el pastel preparado por Augusto Comte para culminar la politización completa de la naturaleza humana.

Comte ya había apuntado la necesidad de dominar la naturaleza, incluida la naturaleza humana, en el sentido del progreso, pero es Darwin (al que no llegó a leer) quien le proporciona la herramienta necesaria para terminar de armar su construcción ideológica, al superar la dualidad cuerpo-mente que fijó Descartes, quien todavía consideraba que la conciencia es parte del alma, de modo que no forma parte del mundo natural.

En palabras de Dalmacio Negro: «como el cerebro que produce el espíritu forma parte de la Naturaleza, el positivismo materialista considerará posible moldear la naturaleza humana».

Joseph Ratzinger ya lo advirtió en los años 60:

constatamos que la evolución ya ha alcanzado en el hombre una fase en la que ese mismo hombre puede impulsar su evolución, es decir, en la que él mismo puede manipularse y, más aún, que a partir de ahora es capaz también de definir de un modo grandilocuente lo que significa ser hombre para los demás y para aquellos aún por venir.

El transhumanismo asoma desde hace tiempo por varias esquinas del pensamiento ilustrado, pero son sus bases morales las que todavía no están del todo fijadas. En cambio, la posibilidad material de llevarlo a cabo, la técnica, ya está disponible.

En ese proceso de fundamentación moral de la necesidad (si no la bondad) de moldear la naturaleza humana a placer es donde encajan, a mi juicio, todos los enfoques modernos de la psiquiatría, que no persiguen otra cosa que eliminar la naturaleza humana de la ecuación, aunque a veces el método empleado sea el mismo que para arruinar instituciones políticas desde dentro: una supuesta defensa que introduce cargas explosivas en la estructura de aquello que se afirma querer preservar.

Como describe con acierto John Searle aquí, esta es una vieja batalla también con el concepto de conciencia humana, molesto para varias corrientes teóricas, desde el conductismo hasta el computacionalismo (en la base de la psicología evolucionista), pasando por la sociobiología o la llamada ciencia cognitiva.

En palabras de John B. Watson, uno de los fundadores del conductismo: «…ha llegado el tiempo de que la psicología descarte toda referencia a la conciencia… no es un concepto ni definible ni útil, es simplemente otro término para el ‘alma’ de los viejos tiempos…» (1925).

Lo peligroso de todas estas aproximaciones teóricas es que coinciden en no contar con ningún impedimento teórico que les frene a la hora de moldear la naturaleza humana, ya sea bajo la disculpa de mejorarla, librarla de padecimientos, etc.

No es difícil comprender por qué a los poderes públicos y económicos, a las oligarquías comprometidas con un programa de ingeniería social concreto, pueden resultarle interesantes unos postulados teóricos que permiten operar sobre los sometidos a su voluntad como los dioses mayas con el barro y la madera con la que creaban los hombres, antes de dar con la fórmula definitiva a base de maíz.

Hace poco Tucker Carlson caracterizaba el conflicto presente lisa y llanamente como una lucha entre el bien y el mal, elocuentes palabras que podrían haber sido determinantes para su despido inmediatamente posterior.

Tampoco exige esfuerzo entender que una sociedad exenta de responsabilidad, infantilizada, sobre la que ya se ha ensayado al menos una vez la privación de derechos injustificada con éxito, es preferible para cualquiera que tenga ambiciones totalitarias.

El psicólogo Mattias Desmet considera que hemos sido víctimas de un proceso que denomina formación de masas, que permite que un relato se convierta en creencia generalizada con independencia de su veracidad debido a la presión de pertenencia al grupo y la voluntad de fortalecer el vínculo entre sus miembros.

En un estado de atomización social como el actual, las personas padecen un estado de falta de propósito en la vida, y también un tipo específico de ansiedad, depresión y agresividad que luego es muy fácil de dirigir contra un grupo concreto: los chivos expiatorios de Girard, algo que ya hemos visto ensayado también para el caso de los no vacunados (antivacunas en la jerga luzdegasística).

El proceso de sustitución de la mente por el cerebro, en mi opinión el final teórico del camino de la supuesta preocupación pública por la salud mental, culmina apropiándose del último resto metafísico que queda del hombre actual para liberarlo así de su naturaleza humana. ¿Y qué queda entonces de él? Su material biológico y su condición animal.

La manera dulce de presentar esta sustitución consiste en rebajar la importancia de los problemas mentales, desdibujando sus causas y generalizándolos como algo que le sucede a casi todo el mundo en algún momento de su vida, como las paperas o el acné juvenil. Aquí entra el papel que desempeñan los famosos contando lo suyo.

La multiplicación de las enfermedades mentales, por su parte, contribuye a diluir los verdaderos problemas de una sociedad enferma entre un mar de diagnósticos, al tiempo que proporciona argumentos morales (que hoy son sustituidos por los argumentos científicos) para la medicalización de la sociedad, mientras el ritmo de las transformaciones sociales no para de aumentar.

Existe un paralelismo entre castrar a tu gato por su bien y fomentar la amputación de los genitales de tu hijo o el de otro para dar rienda suelta a la libre expresión de su ¿ser?

Si la naturaleza humana es el último reducto ontológico del hombre, la insistencia en desproveerle de ella le deja a expensas de un tratamiento similar al que se dispensa a los animales destinados a servirnos de alimento, cuyo régimen legal vamos camino de compartir, y que muy ilustrativamente lleva el rótulo de Bienestar Animal.

Un bienestar, huelga decir, previo al sacrificio.

[1] Quien aprovecha el crimen es el que lo ha cometido.

De formación abogado y economista. Ha conciliado diversas actividades empresariales con la traducción de autores como Ayn Rand, Frédéric Bastiat o Alexis de Tocqueville.

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